CASTO PLASENCIA. EL PINTOR QUE SALIÓ DE
CAÑIZAR
Tomás Gismera Velasco
El lunes 19 de mayo de 1890, a eso de las
cuatro de la tarde, un cortejo mortuorio compuesto por varios miles de personas
y más de cien vehículos salió del Pasaje de la Alhambra, de Madrid, camino de
la Sacramental de San Justo. Del Pasaje se dirigió a la calle de la Libertad, al
Círculo de Bellas Artes, para continuar hacía la Sociedad de Escritores y
Artistas, y por la calle de los Peligros continuar a la de Alcalá para, tras el
paso por la Puerta del Sol, tomar la calle Mayor camino de San Francisco el
Grande. De San Francisco a la Sacramental, al otro lado del río.
El Pasaje de la Alhambra, de Madrid, ya no
existe. Se encontraba al final de la calle de Augusto Figueroa, semiesquina a
la calle del Barquillo. Entonces, en 1890, parte de uno de los barrios con más
solera intelectual de la capital de España. En aquella calle, en el número 1,
se encontraba desde poco tiempo atrás el estudio de uno de los más famosos
pintores del último tercio del siglo XIX español, Casto Plasencia Maestro.
Aquel cortejo mortuorio era el de su entierro. El entierro de un pintor muerto
en plenitud de su éxito y a la mitad de su vida, puesto que le faltaban unos
días para cumplir los 44 años de edad.
Casto PLasencia. El Pintor que salió de Cañizar |
Su
entierro lo contó la práctica totalidad de la prensa nacional. La magnitud del
duelo nos da imagen de la personalidad del muerto:
El
cadáver, encerrado en lujoso ataúd de cinc iba colocado en una elegante carroza
tirada por ocho caballos empenechados y cubierta de más de veinte hermosísimas
coronas (una de ellas enviada por le reina regente)…
En el cortejo formaban parte personajes
tan dispares como Agustín Lhardy (el del famoso restaurante de la Carrera de
San Jerónimo), Benito Pérez Galdós, Núñez de Arce o Francos Rodríguez. Por
supuesto que no faltaban pintores de la talla de Joaquín Sorolla o políticos
como el marqués de la Vega de Armijo, ministro de Estado entonces.
Uno de esos libros, tipo diccionario de
personajes ilustres, editado a comienzos del siglo XX y que llevó por título “Glorias Nacionales”, habla de Casto
Plasencia, en términos elogiosos: El
inspirado genio de la pintura moderna,
D. Casto Plasencia, nació en el pueblo de Cañizar (Guadalajara), el año de
1846, y era hijo de un pobre, pero distinguido médico, que le dejó niño al
morir y sin bienes de ninguna clase…
Estudio de Casto Plasencia. Apunte sobre foto de J. Laurent |
Sí, en Cañizar nació Casto Plasencia
Maestro, pintor, el 1º de julio de 1846,
hijo del médico del pueblo, D. Isidro Plasencia Ruiz, natural de Segovia
y quien, desde Hita, se trasladó a la localidad para ejercer su profesión unos
años antes. Su madre, Ángela Maestro, era natural de Ciruelas.
Padres, don Isidro y doña Ángela, que no
tardaron en abandonar este mundo dejando a nuestro protagonista, y dos hermanos
mayores, en la orfandad. Doña Ángela murió en 1855, D. Isidro poco después, en
1860.
La
orfandad lo trasladó a Madrid, al cobijo de su padrino, el general Ramón de
Sandoval, amigo y compañero de estudios e ideas políticas de su padre, quien
advertido de las dotes que para la pintura tenía el joven trató de educarle,
entre otras artes, en aquella, la pictórica. Y a su padrino dedicó una de sus
primeras obras: Retrato del Brigadier
Sandoval.
A la muerte de este, del brigadier Sandoval,
ocurrida en 1868, mucho antes de que el genio artístico de Plasencia saltase a
las primeras páginas de la gloria, dos nuevos amigos salieron al rescate, a fin
de que pudiera continuar con el estudio, el marqués de la Vega de Armijo y el
conde de San Bernardo quienes, en edad de mayores logros nuestro paisano, lo
acompañaron por media España y parte de Europa para que conociese técnicas y
escuelas, introduciéndole en el mundo de las academias. Sandoval lo había
matriculado en la entonces Escuela de pintura, escultura y grabado de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Sus nuevos padrinos consiguieron no
sólo que continuase en ella, costeando sus mensualidades, sino que aspirase a
mejores aulas y maestros, si ello era posible. Para entonces ya apuntaba
maneras y se vislumbraban en sus lienzos las que habrían de ser grandes obras
de un artista de dimensiones excepcionales.
Capilla ardiente de Casto Plasencia. Apunte de Joaquín Sorolla |
Su primera obra, que como es de suponerse
pasó en su tiempo desapercibida, a pesar de que le permitiese el paso a las
Academias y que su nombre comenzase a sonar, fue un pequeño lienzo con la
imagen de la Dolorosa que trató de regalar a la ermita de Nuestra Señora de los
Llanos de Hontoba para que ornase el retablo de la Virgen de la Soledad, cuando
ya Casto Plasencia pertenecía a las glorias nacionales de la pintura. Cuenta la
exagerada historia que el entonces arzobispo de Sevilla, Judas Romo, trató de
convencerle para que en lugar de a Hontoba lo trasladase a Sopetrán y su
monasterio, del que el Sr. Romo era muy devoto, algo que por cuestión de años
no es posible. Justo es decir que don Judas Romo también nació en Cañizar, y
que, ya fuese esta u otra semejante, un lienzo de la Dolorosa firmado por Casto
Plasencia terminó decorando el despacho de otro de sus paisanos ilustres, el
doctor Benito Hernando con quien sin duda de ninguna clase compartió
chiquillerías, puesto que ambos nacieron en el mismo año y puede que en la
misma calle.
El Diccionario del que anteriormente
hacíamos referencia nos dice que un par de años después de ponerse manos a la
obra en aquello de la pintura el Ministerio de Fomento le concedió una pensión
de 1.000 pesetas anuales. Que para aquellos tiempos ya era todo un dineral,
puesto que hablamos de la década de 1870. La beca le duró un par de años. Los
suficientes como para soltarse con la pintura y aspirar a una de las plazas de
pensionado de número de la Real Academia de España en Roma, fundada un año
antes por el Gobierno republicano de Nicolás Salmerón dentro de los ideales de
la Ilustración. Allá fue junto a quien, además de amigo, sería uno de sus
rivales en el mundo de la pintura, Francisco Pradilla. El cuadro que pintaron,
tema obligado, fue el llamado Rapto de
las Sabinas que, justo es decirlo, el de nuestro paisano anduvo perdido
durante largos años hasta que recientemente apareció en episodio digno de ser
novelado y hoy se encuentra en manos particulares, a la espera de mejor
destino.
De su etapa romana son algunos de sus
mejores lienzos, entre ellos el soberbio Orígenes
de la República Romana, de 25 metros cuadrados, que le fue adquirido por el
Museo del Prado, y que en 1878 obtuvo la Medalla de la Exposición Nacional de
Bellas Artes de aquel año, rivalizando con Francisco Pradilla y uno de sus más
conocidos lienzos Juana la Loca.
Su obra
pictórica es inmensa: Retrato del
marqués y la marquesa de Tetuán; Retrato
de Alfonso XII y María de las Mercedes (para el entonces Ministerio de
Estado); Retrato de D. Juan Bravo Murillo
(para el Congreso de los Diputados); San
Sebastián saliendo de las catacumbas; las enormes pinturas para el palacio
de los marqueses de Linares; las de la capilla de Carlos III de la basílica de
San Francisco el Grande; las del palacio de los marqueses de Selgas… La ingenua
interpretación, poco menos que a la moderna, y revolucionario para su tiempo, de
las tentaciones de Adán y Eva; la no
menos colorista Siesta, que nos
traslada a las frondas del bosque…
Títulos de obras que, como si fuesen novelas
históricas de la época, dejaron reflejo de un tiempo. El tiempo en el que los
grandes pintores, a falta de fotografía, llenaban sus lienzos con las escenas
que, contadas o imaginadas, trataban de dejar constancia de lo que sucedió aquí
y allá. Pintores de batallas, o de escenas bíblicas, o retratistas, o
paisajistas. La pintura que triunfaba en los días de Casto Plasencia.
Que se pasó el resto de su corta vida
pintando. Cinco años le costaron las pinturas de San Francisco el Grande,
que alguien definió como lo mejor de la
Basílica y quiso comparar, a su manera,
con las pinturas de aquella otra capilla a la que Miguel Ángel dedicó su vida: La crítica encuentra allí todas las galas de
la buena pintura: dibujo admirable; color asombroso, composición perfecta… Reverdecía
el otoño de 1886 cuando aquello sucedía. La conclusión de su gran obra en San
Francisco el Grande de Madrid, para iniciar las de ese palacio que tanto ha
dado que hablar, en Madrid también, el de los marqueses de Linares. Entre ambos
edificios, la Basílica de San Francisco y el palacio de la plaza de Cibeles se
encuentra parte de lo mejor de su obra.
En unos tiempos en los que ya partía su vida,
de genio y con dinero, entre los verdores asturianos de San Esteban de Pravia,
en el concejo de Muros, hoy de Nalón, donde descansaba de los calores; y
Madrid, donde los inviernos son más suaves. Allí, hasta Asturias, lo
acompañaban sus alumnos, puesto que ya para esa década era maestro en su arte,
y allí, en Asturias, soñaba con crear una Academia, a la par que artística,
política. Y cuentan Juan Diges Antón y Manuel Sagredo, autores de uno de los
primeros libros biográficos de alcarreños ilustres, dado a la imprenta en 1889,
que eligió Asturias porque en Guadalajara no era demasiado el caso que se le
hacía: “…únicamente en la provincia de
Guadalajara es donde, cosa extraña, nadie se ha acordado de él…”
Poco antes de la aparición de ese libro en
el que se reseñaba parte de su vida, excepción de los autores, ya que entre sus
páginas únicamente aparecían personajes pasados a la historia, y no presentes,
había trasladado su estudio desde la calle de San Bernardo al palaciego
edificio del Pasaje de la Alhambra en el que montó su suntuoso estudio,
admiración de propios y extraños, y en donde fue fotografiado por el laureado
J. Laurent. En aquel estudio se reunía la flor y nata de la cultura madrileña
en interminable tertulia que tenía lugar todos los viernes del año: el verdadero centro intelectual artístico de
Madrid, decían las crónicas.
Digamos nosotros que la aparición de la
biografía de Casto Plasencia en el libro biográfico antes reseñado era un
sopapo a los alcarreños de la época ya que el
hombre que se ve celebrado y aplaudido dentro y fuera de España siente hondo
pesar por la indiferencia de sus paisanos y se lamenta de su inexplicable
proceder.
Y es que, aparte de sus glorias en la
pintura sus trabajo había sido reconocido con numerosas condecoraciones,
nacionales y extranjeras, entre ellas la Gran Cruz de Isabel la Católica, la de
Santiago, o la de la Legión de Honor francesa.
Cuentan, Diges y Sagredo, que su cara era
enérgica y angulosa, de estatura regular y cuerpo recio, con ojos inquietantes
y mirada inteligente, áspero con los
indiferentes y llano y cariñoso con los amigos.
No dicen sin embargo que era muy aficionado
a la música, a tocar el piano y escuchar el gorgojeo operístico de Julián
Gayarre, con quien mantuvo una gran amistad, y a quien acompañó en los últimos
hálitos de su vida. Cuentan que la muerte de Gayarre, acaecida el 2 de enero de
aquel mismo año le produjo parte de los males que terminarían llevándolo al
sepulcro. Una enfermedad que le duró apenas quince días. Una enfermedad que fue
seguida, día a día, por cuantos lo conocían y admiraban. Del estado de su salud
se enviaba parte diario al Palacio Real.
Basílica de San Francisco el Grande. Madrid. |
Hasta que llegó el amanecer, contado al
mundo por Ramón Balsa: ¡Qué noche la del
17 al 18 de mayo de 1890! Los dos enormes salones estudios, débilmente
iluminados por varias bujías, estaban llenos de amigos, admiradores y
discípulos del maestro. El silencio era imponente. De cuando en cuando, algunos
redactores de los periódicos de la corte penetraban hasta el salón estudio
principal a enterarse del curso de aquella horrible agonía que en espasmos
violentos sacudía la poderosa naturaleza del celebrado artista. La
consternación de todos era inmensa. La luz de la aurora principiaba a
blanquear… Una voz, sonando a sollozos, nos dijo: “Señores, D. Casto Plasencia
acaba de dejar de existir”.
Casto Plasencia murió soltero y sin
descendencia. Lo heredaron sus dos hermanos mayores, uno de ellos, Isidro, se
encontraba junto a él en el momento de la despedida. El paso por el Círculo de
Bellas Artes o la Sociedad de Escritores y Artistas tenían un sentido, había
sido cofundador de ambos centros y pertenecía a sus juntas de gobierno.
El Ayuntamiento de Madrid tardó dos o tres
días en poner su nombre a una calle, para perpetuar su memoria. La placa se
situó en el mes de junio de 1890 en el antiguo callejón de Las Minas, a medio
camino entre los dos estudios que habitó nuestro personaje. El Ayuntamiento de
Guadalajara lo hizo en 1906, lo de poner una calle a su nombre.
Esto es, a grandes rasgos, un esbozo de su
vida. De su biografía, aunque como escribiese poco tiempo después de su
fallecimiento el ya citado Ramón Balsa de la Vega quien advirtió que aquel
pajarraco que pintó en su último y no
terminado lienzo “La noche y el sueño”,
un búho, era pájaro de mal agüero, nos tendremos que seguir preguntando aquello
de: ¿Para qué hacer ahora su biografía?
Olvidado el hombre, lo que importa es su obra.
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