sábado, octubre 21, 2017

CASTO PLASENCIA. EL PINTOR QUE SALIÓ DE CAÑIZAR



CASTO PLASENCIA. EL PINTOR QUE SALIÓ DE CAÑIZAR

Tomás Gismera Velasco

   El lunes 19 de mayo de 1890, a eso de las cuatro de la tarde, un cortejo mortuorio compuesto por varios miles de personas y más de cien vehículos salió del Pasaje de la Alhambra, de Madrid, camino de la Sacramental de San Justo. Del Pasaje se dirigió a la calle de la Libertad, al Círculo de Bellas Artes, para continuar hacía la Sociedad de Escritores y Artistas, y por la calle de los Peligros continuar a la de Alcalá para, tras el paso por la Puerta del Sol, tomar la calle Mayor camino de San Francisco el Grande. De San Francisco a la Sacramental, al otro lado del río.

   El Pasaje de la Alhambra, de Madrid, ya no existe. Se encontraba al final de la calle de Augusto Figueroa, semiesquina a la calle del Barquillo. Entonces, en 1890, parte de uno de los barrios con más solera intelectual de la capital de España. En aquella calle, en el número 1, se encontraba desde poco tiempo atrás el estudio de uno de los más famosos pintores del último tercio del siglo XIX español, Casto Plasencia Maestro. Aquel cortejo mortuorio era el de su entierro. El entierro de un pintor muerto en plenitud de su éxito y a la mitad de su vida, puesto que le faltaban unos días para cumplir los 44 años de edad.

Casto PLasencia. El Pintor que salió de Cañizar


   Su entierro lo contó la práctica totalidad de la prensa nacional. La magnitud del duelo nos da imagen de la personalidad del muerto:

   El cadáver, encerrado en lujoso ataúd de cinc iba colocado en una elegante carroza tirada por ocho caballos empenechados y cubierta de más de veinte hermosísimas coronas (una de ellas enviada por le reina regente)…

   En el cortejo formaban parte personajes tan dispares como Agustín Lhardy (el del famoso restaurante de la Carrera de San Jerónimo), Benito Pérez Galdós, Núñez de Arce o Francos Rodríguez. Por supuesto que no faltaban pintores de la talla de Joaquín Sorolla o políticos como el marqués de la Vega de Armijo, ministro de Estado entonces.

   Uno de esos libros, tipo diccionario de personajes ilustres, editado a comienzos del siglo XX y que llevó por título “Glorias Nacionales”, habla de Casto Plasencia, en términos elogiosos: El inspirado genio de la  pintura moderna, D. Casto Plasencia, nació en el pueblo de Cañizar (Guadalajara), el año de 1846, y era hijo de un pobre, pero distinguido médico, que le dejó niño al morir y sin bienes de ninguna clase…

 Estudio de Casto Plasencia. Apunte sobre foto de J. Laurent

   Sí, en Cañizar nació Casto Plasencia Maestro, pintor, el 1º de julio de 1846,  hijo del médico del pueblo, D. Isidro Plasencia Ruiz, natural de Segovia y quien, desde Hita, se trasladó a la localidad para ejercer su profesión unos años antes. Su madre, Ángela Maestro, era natural de Ciruelas.

   Padres, don Isidro y doña Ángela, que no tardaron en abandonar este mundo dejando a nuestro protagonista, y dos hermanos mayores, en la orfandad. Doña Ángela murió en 1855, D. Isidro poco después, en 1860.

   La orfandad lo trasladó a Madrid, al cobijo de su padrino, el general Ramón de Sandoval, amigo y compañero de estudios e ideas políticas de su padre, quien advertido de las dotes que para la pintura tenía el joven trató de educarle, entre otras artes, en aquella, la pictórica. Y a su padrino dedicó una de sus primeras obras: Retrato del Brigadier Sandoval.

   A la muerte de este, del brigadier Sandoval, ocurrida en 1868, mucho antes de que el genio artístico de Plasencia saltase a las primeras páginas de la gloria, dos nuevos amigos salieron al rescate, a fin de que pudiera continuar con el estudio, el marqués de la Vega de Armijo y el conde de San Bernardo quienes, en edad de mayores logros nuestro paisano, lo acompañaron por media España y parte de Europa para que conociese técnicas y escuelas, introduciéndole en el mundo de las academias. Sandoval lo había matriculado en la entonces Escuela de pintura, escultura y grabado de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Sus nuevos padrinos consiguieron no sólo que continuase en ella, costeando sus mensualidades, sino que aspirase a mejores aulas y maestros, si ello era posible. Para entonces ya apuntaba maneras y se vislumbraban en sus lienzos las que habrían de ser grandes obras de un artista de dimensiones excepcionales.


Capilla ardiente de Casto Plasencia. Apunte de Joaquín Sorolla

   Su primera obra, que como es de suponerse pasó en su tiempo desapercibida, a pesar de que le permitiese el paso a las Academias y que su nombre comenzase a sonar, fue un pequeño lienzo con la imagen de la Dolorosa que trató de regalar a la ermita de Nuestra Señora de los Llanos de Hontoba para que ornase el retablo de la Virgen de la Soledad, cuando ya Casto Plasencia pertenecía a las glorias nacionales de la pintura. Cuenta la exagerada historia que el entonces arzobispo de Sevilla, Judas Romo, trató de convencerle para que en lugar de a Hontoba lo trasladase a Sopetrán y su monasterio, del que el Sr. Romo era muy devoto, algo que por cuestión de años no es posible. Justo es decir que don Judas Romo también nació en Cañizar, y que, ya fuese esta u otra semejante, un lienzo de la Dolorosa firmado por Casto Plasencia terminó decorando el despacho de otro de sus paisanos ilustres, el doctor Benito Hernando con quien sin duda de ninguna clase compartió chiquillerías, puesto que ambos nacieron en el mismo año y puede que en la misma calle.

   El Diccionario del que anteriormente hacíamos referencia nos dice que un par de años después de ponerse manos a la obra en aquello de la pintura el Ministerio de Fomento le concedió una pensión de 1.000 pesetas anuales. Que para aquellos tiempos ya era todo un dineral, puesto que hablamos de la década de 1870. La beca le duró un par de años. Los suficientes como para soltarse con la pintura y aspirar a una de las plazas de pensionado de número de la Real Academia de España en Roma, fundada un año antes por el Gobierno republicano de Nicolás Salmerón dentro de los ideales de la Ilustración. Allá fue junto a quien, además de amigo, sería uno de sus rivales en el mundo de la pintura, Francisco Pradilla. El cuadro que pintaron, tema obligado, fue el llamado Rapto de las Sabinas que, justo es decirlo, el de nuestro paisano anduvo perdido durante largos años hasta que recientemente apareció en episodio digno de ser novelado y hoy se encuentra en manos particulares, a la espera de mejor destino.

   De su etapa romana son algunos de sus mejores lienzos, entre ellos el soberbio Orígenes de la República Romana, de 25 metros cuadrados, que le fue adquirido por el Museo del Prado, y que en 1878 obtuvo la Medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año, rivalizando con Francisco Pradilla y uno de sus más conocidos lienzos Juana la Loca.

   Su obra  pictórica es inmensa: Retrato del marqués y la marquesa de Tetuán; Retrato de Alfonso XII y María de las Mercedes (para el entonces Ministerio de Estado); Retrato de D. Juan Bravo Murillo (para el Congreso de los Diputados); San Sebastián saliendo de las catacumbas; las enormes pinturas para el palacio de los marqueses de Linares; las de la capilla de Carlos III de la basílica de San Francisco el Grande; las del palacio de los marqueses de Selgas… La ingenua interpretación, poco menos que a la moderna, y revolucionario para su tiempo, de las tentaciones de Adán y Eva; la no menos colorista Siesta, que nos traslada a las frondas del bosque… 

 
Palacio de Linares, Madrid

   Títulos de obras que, como si fuesen novelas históricas de la época, dejaron reflejo de un tiempo. El tiempo en el que los grandes pintores, a falta de fotografía, llenaban sus lienzos con las escenas que, contadas o imaginadas, trataban de dejar constancia de lo que sucedió aquí y allá. Pintores de batallas, o de escenas bíblicas, o retratistas, o paisajistas. La pintura que triunfaba en los días de Casto Plasencia.

   Que se pasó el resto de su corta vida pintando. Cinco años le costaron las pinturas de San Francisco el Grande, que  alguien definió como lo mejor de la Basílica y  quiso comparar, a su manera, con las pinturas de aquella otra capilla a la que Miguel Ángel dedicó su vida: La crítica encuentra allí todas las galas de la buena pintura: dibujo admirable; color asombroso, composición perfecta… Reverdecía el otoño de 1886 cuando aquello sucedía. La conclusión de su gran obra en San Francisco el Grande de Madrid, para iniciar las de ese palacio que tanto ha dado que hablar, en Madrid también, el de los marqueses de Linares. Entre ambos edificios, la Basílica de San Francisco y el palacio de la plaza de Cibeles se encuentra parte de lo mejor de su obra.

   En unos tiempos en los que ya partía su vida, de genio y con dinero, entre los verdores asturianos de San Esteban de Pravia, en el concejo de Muros, hoy de Nalón, donde descansaba de los calores; y Madrid, donde los inviernos son más suaves. Allí, hasta Asturias, lo acompañaban sus alumnos, puesto que ya para esa década era maestro en su arte, y allí, en Asturias, soñaba con crear una Academia, a la par que artística, política. Y cuentan Juan Diges Antón y Manuel Sagredo, autores de uno de los primeros libros biográficos de alcarreños ilustres, dado a la imprenta en 1889, que eligió Asturias porque en Guadalajara no era demasiado el caso que se le hacía: “…únicamente en la provincia de Guadalajara es donde, cosa extraña, nadie se ha acordado de él…”

   Poco antes de la aparición de ese libro en el que se reseñaba parte de su vida, excepción de los autores, ya que entre sus páginas únicamente aparecían personajes pasados a la historia, y no presentes, había trasladado su estudio desde la calle de San Bernardo al palaciego edificio del Pasaje de la Alhambra en el que montó su suntuoso estudio, admiración de propios y extraños, y en donde fue fotografiado por el laureado J. Laurent. En aquel estudio se reunía la flor y nata de la cultura madrileña en interminable tertulia que tenía lugar todos los viernes del año: el verdadero centro intelectual artístico de Madrid, decían las crónicas.

   Digamos nosotros que la aparición de la biografía de Casto Plasencia en el libro biográfico antes reseñado era un sopapo a los alcarreños de la época ya que el hombre que se ve celebrado y aplaudido dentro y fuera de España siente hondo pesar por la indiferencia de sus paisanos y se lamenta de su inexplicable proceder.

   Y es que, aparte de sus glorias en la pintura sus trabajo había sido reconocido con numerosas condecoraciones, nacionales y extranjeras, entre ellas la Gran Cruz de Isabel la Católica, la de Santiago, o la de la Legión de Honor francesa.

   Cuentan, Diges y Sagredo, que su cara era enérgica y angulosa, de estatura regular y cuerpo recio, con ojos inquietantes y mirada inteligente, áspero con los indiferentes y llano y cariñoso con los amigos.

    No dicen sin embargo que era muy aficionado a la música, a tocar el piano y escuchar el gorgojeo operístico de Julián Gayarre, con quien mantuvo una gran amistad, y a quien acompañó en los últimos hálitos de su vida. Cuentan que la muerte de Gayarre, acaecida el 2 de enero de aquel mismo año le produjo parte de los males que terminarían llevándolo al sepulcro. Una enfermedad que le duró apenas quince días. Una enfermedad que fue seguida, día a día, por cuantos lo conocían y admiraban. Del estado de su salud se enviaba parte diario al Palacio Real. 

Basílica de San Francisco el Grande. Madrid.


   Hasta que llegó el amanecer, contado al mundo por Ramón Balsa: ¡Qué noche la del 17 al 18 de mayo de 1890! Los dos enormes salones estudios, débilmente iluminados por varias bujías, estaban llenos de amigos, admiradores y discípulos del maestro. El silencio era imponente. De cuando en cuando, algunos redactores de los periódicos de la corte penetraban hasta el salón estudio principal a enterarse del curso de aquella horrible agonía que en espasmos violentos sacudía la poderosa naturaleza del celebrado artista. La consternación de todos era inmensa. La luz de la aurora principiaba a blanquear… Una voz, sonando a sollozos, nos dijo: “Señores, D. Casto Plasencia acaba de dejar de existir”.

   Casto Plasencia murió soltero y sin descendencia. Lo heredaron sus dos hermanos mayores, uno de ellos, Isidro, se encontraba junto a él en el momento de la despedida. El paso por el Círculo de Bellas Artes o la Sociedad de Escritores y Artistas tenían un sentido, había sido cofundador de ambos centros y pertenecía a sus juntas de gobierno.

   El Ayuntamiento de Madrid tardó dos o tres días en poner su nombre a una calle, para perpetuar su memoria. La placa se situó en el mes de junio de 1890 en el antiguo callejón de Las Minas, a medio camino entre los dos estudios que habitó nuestro personaje. El Ayuntamiento de Guadalajara lo hizo en 1906, lo de poner una calle a su nombre.

   Esto es, a grandes rasgos, un esbozo de su vida. De su biografía, aunque como escribiese poco tiempo después de su fallecimiento el ya citado Ramón Balsa de la Vega quien advirtió que aquel pajarraco que  pintó en su último y no terminado lienzo “La noche y el sueño”, un búho, era pájaro de mal agüero, nos tendremos que seguir preguntando aquello de: ¿Para qué hacer ahora su biografía? Olvidado el hombre, lo que importa es su obra.

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