URBANO ASPA Y ARNAO. El compositor de Sigüenza
Tenía, don Urbano Aspa y Arnao, aspecto de persona seria. Y lo era. Con el cabello recortado y aparentemente plateado por las sienes. Mostacho a la moda de la segunda parte del siglo XIX, y unos ojos pequeños, con cejas pobladas, ocultos detrás de unas lentes que se acostumbró a llevar, sin duda, poco después de comenzar a arrancar de las teclas del piano, o del órgano, los sonidos que lo harían popular, tanto en la provincia de Guadalajara, como fuera de ella.
Nació, don Urbano Aspa, cuando el XIX, que tantos sinsabores dejó para la historia española, comenzaba a espabilar, en la primavera de Sigüenza, el 25 de mayo de 1809; en una casita del barrio del Castillejo; cuando Sigüenza se encontraba, como la provincia entera de Guadalajara, en armas contra los franceses napoleónicos que nos ocuparon la tierra.
Quizá don Urbano Aspa no se diese mucha cuenta de todas aquellas idas y venidas que a través de aquel y los años siguientes llevaron a cabo los de Napoleón; quizá porque los suyos en lugar de hablarle de política y de guerras lo hicieron de música. De órganos. Cuando Sigüenza contaba con una de las academias más prestigiosas para este tipo de artes: El Colegio de Infantes de la Catedral.
Contaba con apenas ocho años de edad cuando obtuvo plaza en el coro de infantes de la primera iglesia de la Diócesis. En ella comenzó los estudios de música, y en ella continuó hasta que, pasados los años, dejó Sigüenza por el mundo de la Corte. Antes que aquello sucediese, el abandono de Sigüenza por la amplitud del mundo, bajo las grandes bóvedas de la catedral seguntina lo fue prácticamente todo, y desde 1833 hasta su partida en 1842, maestro de capilla. Dejando, a su partida, una amplia colección de piezas musicales, como compositor de ellas que era.
Don Hernando de Acevedo, escritor, periodista y también músico, lo definió como solo los admiradores pueden hacerlo de la persona a quien admiran: La característica de D. Urbano Aspa, ilustre maestro compositor de música religiosa, fue siempre la modestia, tan extremadamente adorada por aquel que en diversas ocasiones rechazó cargos oficiales, fundándose en que no poseía méritos para ocuparlos ni fuerzas para llenar sus obligaciones debidamente; y se opuso a que algunas de sus obras fueran lanzadas a la publicidad, sugestionado por el terror que le producía toda notoriedad.
Quizá por ello, escondiéndose de la fama, pudo dar a la imprenta decenas, cientos de composiciones musicales que fueron en la segunda mitad del siglo XIX piezas que tocarse fuera y dentro de las iglesias, por mucho que la mayoría de ellas fuesen religiosas, con títulos tan significativos como: Lamentos de las ánimas benditas; Despedida a María Santísima del Carmen; A Dios, rey de la gloria; Salve del olvido; Los cielos y la tierra canten; Gozos de la Virgen de la Salud…, y así, hasta casi el infinito.
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No fueron pocos los que, tras dejar Sigüenza atrás, y conociendo la poca afinidad que nuestro hombre dispensaba a los elogios de la fama auguraron que su vuelo sería corto. A pesar de ello, apenas tres años después de su arribo a Madrid ya formaba parte, junto a grandes y sonoros nombres de la música española, de la Capilla Musical de la Concepción, que se estrenó el primero de noviembre de 1845 en la iglesia de San Pedro, con una función a su titular. A partir de aquí la Capilla, o la orquesta, dirigida por nuestro maestro, recorrió con asombroso éxito gran parte de los aconteceres capitalinos de la época. A aquella de la Concepción siguió la de San Juan; con ella recorrió los principales coros de Madrid a lo largo de los cuarenta años siguientes, en los que la admiración por su obra creció tanto o más que su huidiza fama.
Regresó a Sigüenza cuando pudo, si bien a partir de aquel año de gracia de 1843 su vida se centró en la capital del reino, y en un pueblecito de la provincia de Soria, Fuencaliente de Medinaceli, a donde acudía a descansar. Ante todo, después de su matrimonio con doña Narcisa Gómez Benítez; matrimonio del que nacieron doña Encarnación y don Mariano Aspa y Gómez quien también dejó algunas notables piezas musicales, sin duda corregidas por su padre, del que aprendió el arte de la música en la academia que don Urbano dirigió, en la calle de la Aduana, de Madrid,
Retirado del mundo y sus circunstancias, aquejado por una incipiente ceguera, don Urbano se ocupó en los últimos años de su vida a organizar su obra y al descanso en aquel pueblecito de Soria que lo acogió, Fuencaliente, y en él falleció el 28 de agosto de 1884, a la una y media de la madrugada. Contaba con setenta y cinco años de edad.
España despedía, a través de las crónicas de los días siguientes, cuando se conoció la noticia, con líneas que daban a conocer la grandeza de su persona, a uno delos hombres más populares por su música, de España; tanto o más que don Hilarión Eslava, con quien compartió sana amistad y distinguida competencia, desde que don Hilarión le ganó la oposición a maestro de capilla de la catedral de Burgo de Osma, poco antes de que nuestro gran seguntino, quizá decepcionado por aquello, marchase a Madrid, para ser parte de la historia musical española.
Don Urbano Aspa y Arnao, músico y compositor, nació en Sigüenza (Guadalajara), el 25 de mayo de 1809; falleció en Fuencaliente de Medinaceli (Soria), el 28 de agosto de 1884.
Tomás
Gismera Velasco/ henaresaldia.com/agosto 2021
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