HIENDELAENCINA
Y SU HOSPITAL DE LOS MINEROS
A
pesar de la riqueza que la plata generó, hasta los inicios del siglo XX no
contó con un hospital para atender a los mineros.
Don Claudio Casado y Rodríguez, que fue hombre rico y murió pobre,
asistido por la caridad de los pueblos a los que sirvió, y por la Real Academia
de Medicina, como Médico que fue, y se despidió del mundo en Hiendelaencina el
mes de marzo de 1927, fue uno de esos hombres curiosos por su inteligencia,
vida y caridad, que da la tierra de Guadalajara y conocieron los pueblos
serranos del entorno del Alto Rey. También don Claudio los conoció como la
palma de la mano, a sus pueblos.
Unos pueblos que por aquellos remotos tiempos, camino vamos de los cien
años de su partida del mundo, nada tenían que ver con los actuales. Entonces
sin carreteras ni apenas medios de comunicación con la capital de la provincia
o las villas y mercados más próximos, lo que generó que, año a año, comenzasen
a verse despoblados y amaneciesen al siglo XXI con casi todos los servicios,
pero sin vecinos que los pudieran utilizar.
Merecería,
don Claudio, recordarse en cada uno de los recovecos camineros que desde
Hiendelaencina ascienden a la ermita del Santo Alto Rey de la Majestad, uno de
sus miradores predilectos. A pesar de que no nació en Hiendelaencina, Bustares
o Robledo de Corpes, pueblos en los que vivió desde que, terminada la carrera,
dejó el Madrid capitalino y bullicioso para buscar por estas tierras el
sosiego, el silencio y, al final, la caridad. Nació en ese pueblo de la
Alcarria que tantos hijos célebres dio a Guadalajara, desde Casto Plasencia a
Benito Hernando o Judas Romo, esto es, en Cañizar.
Y
no llegó por aquí echando el pie derecho, pues luego de plantar en el Ayuntamiento
la solicitud de médico de Hiendelaencina, cumpliendo todos los requisitos que
marcaban las normas, le ganó el puesto quien menos esperaba, un médico que no
lo era del todo, pues le faltaba la licencia oficial que por entonces comenzaba
a exigirse a quienes terminaban la carrera. A falta del título requerido su
oponente ofrecía la experiencia de más de treinta años de servicios
profesionales en el entorno; algo que ni los tribunales pudieron combatir, pues
después de pleitear durante diez largos años, la justicia terminó diciendo eso
de que bien está tener un título académico, pero la experiencia es un grado que
está por encima del diploma. Con lo que don Claudio bajó la cabeza, dejó
Hiendelaencina y se subió a lo alto, a Bustares. De allí, y de los pueblos del
entorno fue el Médico de cabecera desde la década de 1870 hasta los primeros
años del siglo XX, en los que de nuevo libre el puesto, regresó al lugar en el
que siempre quiso estar, Hiendelaencina.
Qué tendría el pueblo de la plata por aquellos años de la segunda mitad
del siglo XIX es algo que todavía, a pesar de conocerlo en parte, nos andamos
preguntando, puesto que atrajo si cabe a mayor número de personas, de rancio y
sonoro apellido, que los del comienzo de la fiebre de la plata. Aquellos que
van de 1840 a 1860, cuando se hicieron verdaderamente ricos los que hasta
entonces eran simples aventureros de la mina, o simples buscadores de fortuna, desde
el legendario Pedro Esteban Górriz, al poderoso Antonio Orfila.
D. Claudio Casado fue uno de los médicos que atendieron al General Prim tras el atentado que le costaría la vida. |
Y
llegaba don Claudio a estas míseras tierras apenas terminada su carrera de
medicina, en el año de gracia de 1873. A Hiendelaencina, habiendo podido
quedarse en el Madrid en el que había saltado, poco menos, que a la fama. Lo
contó en alguna ocasión, aunque no gustaba alardear del hecho de que, alumno de
los famosos doctores Cortezo y Martín de Pedro, se encontraba de guardia en la
casa de salud que tocaba en suerte al domicilio del Presidente del Consejo el
día aquel en el que sonaron los trabucos en la calle del Turco llevándose, sino
toda la vida, una gran parte, de aquel rey sin trono que se llamó don Juan Prim
y Prats. Nuestro don Claudio, con Cortezo, asistió al general y le procuró las primeras curas, antes de que
la mano negra, dice la historia, después de que los médicos le salvasen la
vida, le apretase el cuello y le arrebatase lo que no pudieron los pistoleros.
Su primer destino fue Robledo de Corpes, que como Hiendelaencina o La
Bodera crecía al calor de la plata, pues tantos pozos se abrieron en sus
términos como en el de la California española, como dieron en nombrar al mísero
poblado que hasta 1844 fue la Loín de la Encina de los papelotes medievales; un
hermoso lugar de crestas y caseríos de pizarra tan hermoso o más que los hoy
conocidos parajes de la sierra negra. Una Hiendelaencina que, a pesar de los
centenares de obreros que reunió en su término no contó, hasta avanzado el
siglo XX, con un hospital en el que atender a quienes por desgracia, y no
fueron pocos, sufrieron el efecto de un trabajo lleno de accidentes, como era
el de la minería.
También fue minero, o mejor dicho, inversor del mundo de la minería.
Como tantos personajes de su tiempo que vieron, en la explotación de las minas
de plata, un futuro prometedor. El suyo no lo fue mucho, pues después de adquirir
unas cuantas demarcaciones con el capital logrado en veinte o veinticinco años
de ejercer el oficio por los pueblos serranos del Alto se arruinó, porque la
plata de los sueños prometida ya se la habían llevado.
Pero tuvo otro sueño, desde que llegó a estas tierras. No el de hacerse
rico, como tantos otros, sino el de crear un hospital que atendiese a los
mineros que se morían por el camino, desde la mina a la casa del médico cuando
se producía el accidente.
Lo consiguió, que se comenzase a alzar en Hiendelaencina un hospital, en
el mes de abril de 1911, después de que unos años antes llegase al pueblo, para
regentar una de las pocas sociedades que ya comenzaban a quedar, La Plata, otro
de esos curiosos personajes que por aquí pasaron dejando huella, don Joaquín
Menéndez Ormaza y García Barzanallana quien además de Ingeniero de Minas fue
escritor de éxito, y a Hiendelaencina, además del hospital, llevó la luz
eléctrica y alguna que otra novedad de las de comienzos del siglo XX, como
hombre versado en la cultura de su
tiempo que era.
Hiendelaencina conserva, en el Centro de Interpretación de la Plata, la memoria del Hospital de los Mineros. |
Se conocieron los dos genios, Ormaza y Casado, en una de esas aventuras
que los años finales del siglo XIX ofrecían a las mentes despiertas; la
increíble aventura de viajar, desde Madrid, a través de Cogolludo, a lomos de
mula, hasta la cima del Alto Rey, que era por aquellos tiempos poco menos que
hacerlo a la luna. La hija de don Claudio, Socorro, sirvió la comida en
Bustares a Menéndez Ormaza y su invitado, el famoso doctor Kaestner que viajó
desde Alemania para conocer nuestras tierras, y uno de sus hijos, de don
Claudio, los llevó a la cumbre. De allí
surgió la amistad.
Las obras del hospital se iniciaron, después de no pocas trabas, y dos
años después estaban concluidas, inaugurándose en el mes de febrero de 1913 en
terrenos de La Plata, siendo quizá el mejor dotado, por lo moderno, de los que
por aquel tiempo contó la provincia, a pesar de que únicamente contaba con dos amplios y ventilados locales destinados
a sala de enfermos y de operaciones, ocupando la parte central del edificio
habitaciones para el practicante, sala de baño y demás dependencias propias de
un establecimiento de estas características.
Dotado con el más moderno mobiliario, aparatos e instrumental médico
suficiente para las necesidades a las que iba destinado. Atendido en sus
inicios, diariamente, por un practicante de cirugía, D. Cirilo Barrio, bajo la
dirección del médico de Robledo de Corpes, D. Joaquín Bernardo.
Uno de los primeros heridos en pasar por el nuevo Hospital fu el minero
Félix Esteban, quien cargando escombros en una vagoneta en la mina Santa Teresa
perdió el equilibrio y se precipitó al pocillo de extracción de escombros
contiguo, cayendo a la galería desde una altura de 20 metros, resultando con
heridas de carácter reservado.
Don Claudio Casado no figura en la nota que
con motivo de la inauguración publicó la prensa, sin embargo allí se encontraba
junto a Menéndez Ormaza y las autoridades todas de Hiendelaencina, pueblo en el
que ya jubilado residía y en donde no faltaba su mano para todo aquello que
suponía dotar de conocimiento a los estudiantes, o ayudar a quienes precisaban
de su mano
Moriría, don Claudio Casado, como anteriormente decíamos en el mes de
marzo de 1927, con casi noventa años de edad, y en el cementerio de
Hiendelaencina fue sepultado, prácticamente en la indigencia, tras ser
socorrido por el Patronato de la Fundación de San Nicolás, de la Real Academia
de Medicina, en el mes de octubre de 1925 con 1.500 pesetas que le ayudaron a
mantenerse los últimos meses de su vida.
Conocer lo que fue aquel Hospital de los Mineros es un motivo más para
visitar esta hermosa ciudadela de Hiendelaencina. En su Centro de
Interpretación de la Plata se exponen los planos originales de su alzada. Para
conocer la curiosidad de cómo aparecieron hay que ir hasta allí, y escucharlo
de boca de quien reciba al visitante. Para hacerlo cualquier tiempo es
bueno. La tierra lo agradecerá, y la
memoria de don Claudio, también.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 15 de febrero de 2018
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