sábado, enero 27, 2024

MARÍA CALDERÓN, LA CALDERONA

 

LA CALDERONA EN VALFERMOSO

María Calderón, madre de don Juan de Austria, que fue abadesa del Monasterio

     Tiene el Monasterio de Valfermoso un aire que recuerda las antiguas abadías de los siglos XIV o XV, cuando la vida transcurría con la calma y sosiego que faltan en nuestros tiempos; cuando ni se precisaba reloj para controlar el tiempo, ni teléfono en el bolsillo que nos tuviese en permanente comunicación con un mundo que, a veces, de tanto abarcar, se sale de la mano.

   Fueron tiempos, en los que se levantó el convento, o monasterio de Valfermoso, en los que por encima del tiempo y de ciertos avances de las sociedades respectivas, primaba el estar a bien consigo mismo y, en su caso, con quien se consideraba hacedor del universo, por tanto, de la vida.

 


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El Monasterio de Valfermoso

   Quien fuera primer cronista provincial, e historiador de renombre, don Juan-Catalina García López, fue de los primeros en escribir en torno a esta fundación, debida a dos personajes de la Atienza medieval, don Juan Pascasio y su mujer, doña Flamba, quienes para tal fin adquirieron una parte importante de tierras en el valle del Badiel, cuando el siglo XII estaba a punto de dar sus últimos coletazos, pues sucedía en la década de 1180. La compra tenía por objeto levantar en aquellas tierras un monasterio dedicado a San Juan Bautista, acogido a la regla de San Benito, lo que llevaron a cabo en torno a los años 1185-86, tras obtener las licencias correspondientes, y bendiciones episcopales.

   Se trataba de un monasterio de monjas que poblaron con mujeres de la orden que llegaron desde Francia, principalmente, a las que más tarde se unirían algunas damas españolas, pues es de imaginar que las primeras pobladoras pertenecían a la nobleza rural, como lo hicieron sus fundadores. Los viejos documentos hablan de que la primera abadesa fue doña Nobila de Perigord, a quien, desde aquella región francesa, acompañó doña Guiralda.

   El pueblo, de Valfermoso, surgiría junto al monasterio, siendo sus vecinos colonos llevados allí por los fundadores a fin de que trabajasen las tierras de las monjitas, y que estas tierras pudiesen rendir las rentas correspondientes con las que mantener la institución. Con el tiempo ingresaron tras los muros conventuales algunas de las mujeres de la familia de don Pascasio y doña Flamba, a quienes se tiene por fallecidos tras sus muros, y entre ellos enterrados.

   No sólo de las tierras que puso en manos de las monjitas don Pascasio vivieron en el monasterio, pues tiempo adelante los reyes lo dotaron con otras posesiones en la mayoría de las poblaciones del entorno, en Utande, Ledanca, Miralrío, Bujalaro o Matillas, haciendo que, con sus rentas, viviesen nuestras damas en paz y gloria de Dios.

   Tampoco faltaron las donaciones de los poderosos Mendoza, dueños de vidas y haciendas por esta parte de la provincia, con lo que llegó nuestro afamado monasterio, con sus grandezas y fama, hasta los tiempos en los que en España tocó reinar a don Felipe IV, a quien algunos pusieron el sobrenombre de “Rey Planeta”, o el “Grande”; que sin duda lo fue, más que por su personalidad, por haber reinado sobre una gran parte del orbe, puesto que heredó de su abuelo el imperio en el que nunca se ponía el sol. El reinado de don Felipe es uno de los más largos que se recuerdan, pues duró 44 años y 170 días, siendo el mayor de la Casa de Austria y el tercero de la monarquía española.

   Tantos años le dieron tiempo para contraer dos matrimonios, con la francesa Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia, el primero; del que tendrían nueve descendientes. El segundo lo llevaría a casarse con su sobrina, Mariana de Austria, del que nacerían seis vástagos más.

   Claro está que, al margen de los hijos habidos en sus matrimonios, otros muchos le nacieron, cuenta la historia, fuera del vínculo sagrado. Sin que se ponga de acuerdo a la hora de contarlos, pues unas veces salen nones y otras pares, y, entre pares y nones, la cifra se queda en treinta, que ya son bocas que alimentar. De ellos tan sólo reconoció a dos.

 

 


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La Calderona, y su hijo

   María Inés Calderón, a quien la historia ha puesto el apelativo de La Calderona, fue hija y hermana de comediantes; mala gente, y de pecado, entonces, para la alta sociedad, a pesar de que las empleasen para su divertimiento.

   Y al Rey Planeta le gustó el teatro, y le gustaron las comediantas, y cuentan que se encaprichó de la belleza de María Calderón, y la tuvo durante algún tiempo por su amante favorita, a la que incluso reservó balcón de privilegio en el teatro de comedias en el que, por algún tiempo, estuvo convertida la grandiosa Plaza Mayor de Madrid.

   Y cuenta la historia que en María Calderón procreó el Rey Felipe a dos hijos, hembra y varón, y que al hijo, don Juan José de Austria, fue a uno de los dos de que antes hablábamos, que el Rey reconoció; el otro fue don Alonso Henríquez de Santo Tomás, habido en Constanza de Ribera y Orozco, aunque este rechazó el reconocimiento y se quedó tal cual estaba.

   Y, cosa de los tiempos, la mayoría de hijos, e hijas, no reconocidos, no tuvieron más remedio que, para purgar el pegado de sus padres, entrar en un convento. Las amantes también. Como forma de apartarlas del mundo del cotilleo y mala fama a que lleva el haber compartido cama real.

   Tal sucedió con María Inés Calderón, sin que lleguemos nunca a conocer si fue por su voluntad, o sugerencia de alguien de la corte, su ingreso en el Monasterio Benedictino de Valfermoso. Es el caso que aquí llegó, junto a su hija; poniéndose la fecha del 29 de marzo de 1642, cuando María Inés contaba con apenas treinta años de edad, puesto que había nacido en el Madrid de 1611. Llegó, se cuenta, que para ejercer en él de abadesa y llevar una vida digna de su rango. Dedicándose sin duda a la oración. El hijo que le dio derecho a ingresar en la clausura y regir el convento, don Juan José de Austria, le nació el 17 de abril de 1629.

   Poco más se conoce de sus quehaceres diarios, puesto que, una vez entre sus muros, el silencio apagó su vida pasada. Lo que no sucedería con el Serenísimo Príncipe don Juan José de Austria, su hijo, que conspiró cuantas veces pudo, con el fin de poder llevar sobre su cabeza la corona real que dejase su padre al morir. Cosa que a punto estuvo de lograr.

   María Calderón fue abadesa del convento en los últimos años de la década de 1640, como reconoció quien fuese obispo de Sigüenza, Fr. Pedro de Tapia, quien dejó escrito lo de que la madre de don Juan de Austria fue abadesa y dejó su oficio.

   Con ella viajó hasta el valle de Utande, según cuentas, uno de los retratos, quizá el único y veraz de ella conocido, que la fama ha puesto bajo el pincel del genio de Diego de Velázquez, lienzo que, durante años, colgó de las paredes del claustro hasta que la desdicha lo desvaneció; pues también se cuenta que, día a día, una de las novicias, a su paso, se postraba ante él, creyéndolo de abadesa digna de figurar en los altares hasta que alguien la abrió los ojos para decirla que no, que aquella fue una simple comedianta; comedianta y pecadora.

   Tres siglos habían pasado desde que se apagase la vida de María Calderón en el claustro, y el olvido hizo lo demás. La novicia, la noche de marras, destruyó el lienzo, perdiéndose parte de la historia de nuestra dama.

   Otro cronista, don Antonio Pareja Serrada, nos dejó dicho que: Quien conoció esta pintura recuerda que aparecía con el rostro algo largo, labios gruesos, rubia de color, ojos azules, no de gran belleza y con el peto del vestido cubierto de pedrería…

  

 Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 26 de enero de 2024

 

 


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