sábado, febrero 04, 2023

MARÍA PACHECO, LA COMUNERO MENDOZA

 

MARÍA PACHECO, LA COMUNERA MENDOZA

Memoria de su partida de Toledo, el 3 de febrero de 1522

 

   Nació doña María Pacheco demasiado tarde para entrar en la batalla por Granada, de la que participó la práctica totalidad de la familia paterna, como hija que fue del Conde de Tendilla. Tarde para conquistar el reino y la Alhambra en la que vio el mundo; aunque escuchó hablar de la valentía de los suyos en el campo del honor, como bravos Mendoza. Lo pensó, sin duda, cuando abandonaba Toledo, tras la derrota comunera.

   El ladrido de los perros servía de coro. Los perros ladran a las sombras. El Rey de Castilla, Don Carlos, a quien tanto admiró tiempo atrás, puso precio a su libertad. 


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La huida de doña María, a través de la noche toledana

   Era la madrugada del día de San Blas, 3 de febrero de 1522. Su hermana, la condesa de Monteagudo, tenía el presentimiento de que nunca más se volverían a ver. Ambas a una ocultaron las lágrimas. Castilla entera la despedía con la imagen afligida de Toledo. Castilla entera llorando a sus gentes. A aquellas que quedaron en el barro de la derrota, desde Toledo hasta Valladolid. La esperanza del regreso, que siempre la mantienen quienes dejan atrás una parte de su ser, marchaba con ella y no se separó de su lado a pesar del paso de los días primero; de los meses después y de los años al fin. Don Íñigo López de Mendoza, su padre, el Gran Tendilla, apenas hacia cinco años que reposaba a la espera de la última resurrección, tendiendo la mano a los enemigos para que, al fin, propios y extraños fuesen uno solo a la hora de servir a su señor natural.

   A los hermanos de doña María, el marqués de Mondéjar, don Luis Hurtado de Mendoza; así como a don Bernardino, capitán de las galeras del Rey, se les pidió que intercediesen por su hermana, pues como a varones de ilustre cuna se les podría escuchar más que a frailes y obispos; más en lugar de hacerlo, mandaron regresar a los correos dando cuenta de que mejor era dejar las cosas como estaban que renovar con llagas viejas el ánimo del Rey…

 

El pesar de la derrota comunera

   Era viernes 26 de abril del 1521 cuando a Toledo llegaron las primeras noticias de lo sucedido en Villalar el martes 23, día de San Jorge. Los mismos hombres que trajeron las nuevas de la derrota la pidieron que arriase los pendones. La Liga Santa, para ellos, estaba acabada. El desgarro de su voz, al conocer lo sucedido en Villalar pudo escucharse sobrevolando los cielos de Toledo lo mismo que se escucha el trueno que sigue al rayo, preludiando la tormenta. Desde entonces penó y de entonces hasta el último de sus días, agonizó. Cientos de veces leyó la cartela que llegó dando cuenta de lo ocurrido. Cientos de veces la golpeó la noticia de que don Juan de Padilla, don Juan Bravo, o Francisco Maldonado, mandado al cadalso en nombre de don Pedro, porque un Maldonado de Salamanca tenía que morir con los capitanes de Toledo y de Segovia, dejaron sus vidas en el cadalso de Villalar.

   Tantos años después de lo ocurrido, cuando doña María se moría, todavía mantenía en pie aquella cartela, con la sentencia, dictada por el alcalde Zumel, en nombre del rey, o por el rey. La cartela del alcalde Zumel se leía por plazas y plazuelas, por calles y callejones. Mucho tiempo después se conoció que el rey tampoco pagó a don Juan de Zumel como él esperaba. Los necios y los cobardes, al final, tienen su paga en el desprecio.

    Cuando doña María tomó la espada, antes de que el rey la condenase, o la mandase prender para poderla degollar, iba de negro de los pies a la cabeza. Falso aquello de que tratase de esconder a los de Toledo, que con ella se dolían, la muerte de su marido.

   La brava hembra, la titularon luego de aquella afrenta que se vivió en Toledo, cuando desoyendo a todos dejó los cañones que fueron a buscarse a Yepes apuntando a las puertas por donde las tropas reales habían de llegar. Bien sentado dejó que no nacieron los Mendoza para guardar silencio y acatar órdenes sin plantar cara. Alguna vez, cuando la tarde se sosegaba comenzando su declive y llegaba la frescura de los huertos y patios de junto al río, solía relatar sus andanzas en la Alhambra de Granada, donde todo pareciera ser felicidad en los días de infancia.

   A San Jerónimo de la Salceda, el monasterio de Lupiana fundado por los Pecha, al que beneficiase su padre en sus tierras de Guadalajara, hubiera querido que sus huesos se mandasen cuando llegara el día. El bachiller don Juan de Sosa, desde Oporto, el lugar portugués de su refugio, marchó a Castilla y llamó a todas las puertas para que fuese permitido llevar los restos de doña María, cuando no fuera de este mundo, a La Salceda. En todas le respondieron con lo mismo: Para doña María no había piedad. Muerta, tampoco. Como el último eslabón de la resistencia que fue. Se lo prometió a don Juan de Padilla cuando partió con sus hombres a defender la causa de Castilla, y lo reafirmó el día aquél en el que llegó su carta dando cuenta de que, a no mucho tardar, sería ajusticiado por ser buen castellano; le prometió que nunca se rendiría, y no lo hizo.

 

La muerte, en tierras lejanas

   Pasó la noche del 23 de marzo del 1533 adormeciéndose en los brazos de la religión. Recobró doña María algo de la voluntad perdida el día de antes, retornándole el habla. Preguntó por su hijo y no hubo más. Al momento, quienes la acompañaban se dieron cuenta de que ya no era de este mundo. A media mañana, escritas las cartas que daban cuenta del suceso, salieron los correos a Castilla, a decirla a la condesa de Monteagudo, su hermana, que doña María dejó la guerra de estos mundos por la paz de los otros. En una urna, para que en la tierra que dispuso descansase una parte de su ser, viajaba su corazón.

   La condesa se encargó de dar a conocer la noticia a quienes fueron sangre de su sangre. Y envió dineros con los que pagar las misas que, desde el día que siguió a su entierro, se comenzaron a decir por el alivio de su alma en la catedral de Oporto.

   Al cabo, cumplidas las horas y puesta la mortaja, en ella la dieron a la tierra, en su capilla de San Jerónimo. Sobre sus huesos una lápida, en la que se daba noticia de quien yacía bajo ella.

 

Diego Sigeo, el Toledano

   Diego Sigeo, o Sigeée el Toledano, fue uno de los grandes humanistas que vivieron la España del siglo XVI; natural –según se cree- de Nimes, Sygy, o sus alrededores, en Francia. Donde pudo ver la luz para, una vez llegado a España, continuar los estudios humanísticos a las cercanías de Pedro Mártir de Anglería.

   Fue llamado por Juan de Padilla, para continuar la instrucción humanística de su mujer, María Pacheco, una de las más eruditas mujeres que conocieron aquellos siglos.

   Después la acompañó en su destierro y más tarde regresó a Castilla e instruyó a sus hijas, Luisa y Ángela Sigea, en el humanismo y la poesía del Renacimiento.

   También escribió el último capítulo de la vida de una mujer admirable, por encima de su resistencia toledana. Una mujer que formó parte de aquella élite de mujeres que, en los albores del siglo XVI, comenzaron a destacar en la ciencia de las letras: María Pacheco; María López de Mendoza y Pacheco, sangre de Guadalajara.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 3 de febrero de 2023

 

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