lunes, mayo 17, 2021

MARÍA PACHECO, EL ÚLTIMO COMUNERO

 MARÍA PACHECO, EL ÚLTIMO COMUNERO

 

   Nació doña María demasiado tarde para entrar en la batalla de Granada, conquistar el reino y con el reino la ciudad fastuosa en la que vio por vez primera el mundo; aunque escuchó hablar de la valentía con la que se batieron los suyos en el campo del honor como bravos Mendoza de apellido que los suyos fueron. Lo pensó cuando abandonaba la ciudad. El lejano ladrido de los perros servía de coro. Los perros siempre ladran a las sombras de la noche. El Rey, a quien tanto admiró doña María Pacheco años atrás, puso entonces precio a su libertad.

 

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   A las puertas de la casa abrazó a su hermana. La condesa de Monteagudo tenía el presentimiento de que nunca más se volverían a ver. Ambas a una ocultaron las lágrimas. Castilla entera se despedía con la imagen afligida de Toledo. Castilla entera enlutada. Castilla entera llorando a sus gentes. A aquellas gentes que quedaron enterradas en el barro de la derrota, desde Toledo hasta Valladolid; desde Valladolid hasta Segovia; de Segovia a Salamanca, Guadalajara y Ávila. De los muertos en el barro de Villalar. La esperanza del regreso, que siempre la mantienen quienes dejan atrás una parte de su ser, marchaba con ella y no se separó de su lado a pesar del paso de los días primero; de los meses después y de los años al fin. Don Íñigo López de Mendoza, su padre, apenas hacia cinco años que reposaba a la espera de la última resurrección, tendiendo la mano a los enemigos para que, al fin, propios y extraños fuesen uno solo a la hora de servir a su señor natural.

    A los hermanos de doña María, el marqués de Mondéjar, don Luis Hurtado de Mendoza; así como a don Bernardino, capitán de las galeras del Rey, se les pidió que intercediesen por su hermana, pues como a varones de ilustre cuna se les podría escuchar más que a frailes y obispos; más en lugar de hacerlo, mandaron regresar a los correos dando cuenta de que mejor  era dejar las cosas como estaban que renovar con llagas viejas el ánimo del Emperador…

    Era viernes 26 de abril del 1521 cuando a Toledo llegaron las primeras noticias de lo sucedido en Villalar el martes 23 de San Jorge. Los mismos hombres que trajeron las nuevas de la derrota la pidieron que arriase los pendones. La Liga Santa, para ellos, estaba acabada. El desgarro de su voz, al conocer lo sucedido en Villalar, pudo escucharse sobre los cielos de Toledo lo mismo que se escucha el trueno que sigue al rayo, preludiando la tormenta. Desde entonces pena y de entonces acá agoniza. Cientos de veces se leyó la cartela que llegó. Cientos de veces golpeó la noticia de lo allá ocurrido con don Juan de Padilla, don Juan Bravo, o Francisco Maldonado quien fue mandado al cadalso en nombre de don Pedro porque un Maldonado de Salamanca tenía que morir con los capitanes de Toledo y de Segovia; porque Salamanca, con Segovia y Toledo, fueron las ciudades que más se hicieron notar en la revuelta.

    Tantos años después doña María se nos moría y todavía se mantenía en pie aquella cartela, con la sentencia, dictada por el alcalde Zumel, en nombre del rey, o por el rey. La cartela del alcalde Zumel se leía por plazas y plazuelas, por calles y callejones. Mucho tiempo después conocimos que el rey tampoco pagó a don Juan de Zumel como él esperaba. Los necios y los cobardes, al final, tienen su paga en el desprecio.

 

    Cuando doña María tomó la espada, antes de que el rey la condenase, o la mandase prender para poderla degollar, iba de negro de los pies a la cabeza. Falso aquello de que tratase de esconder a los de Toledo, que con ella se dolían, la muerte de su marido.

 

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   La brava hembra, la titularon luego de aquella afrenta que se vivió en Toledo, cuando desoyendo a todos dejó los cañones que fueron a buscarse a Yepes apuntando a las puertas por donde las tropas reales habían de llegar. Claro dejó que no nacieron los Mendoza para guardar silencio y acatar. Alguna vez, cuando la tarde se sosegaba comenzando su declive y llegaba la frescura de los huertos y patios de junto al río, solía relatar sus andanzas en la Alhambra de Granada, donde todo pareciera ser felicidad de la mano de su padre el conde, el gran Tendilla.

    A San Jerónimo de la Salceda, el monasterio al que beneficiase su padre en sus tierras de Guadalajara hubiera querido que sus huesos se mandasen cuando llegara el día. El bachiller don Juan de Sosa desde Oporto marchó a Castilla y llamó a todas las puertas para que fuese permitido llevar los restos de doña María, cuando no fuera de este mundo, a La Salceda. En todas le respondieron con lo mismo: Para doña María no había piedad. Muerta, tampoco. Como el último eslabón de la resistencia que fue. Se lo prometió a don Juan de Padilla cuando partió con sus hombres a defender la causa de Castilla, y lo reafirmó el día aquél en el que llegó su carta dando cuenta de que, a no mucho tardar, sería ajusticiado por ser buen castellano.

    Pasó la noche del 23 de marzo del 1533 adormeciéndose en los brazos de la religión. Recobró doña María algo de la voluntad perdida el día de antes, retornándole el habla. Preguntó por su hijo y no hubo más. Al momento nos dimos cuenta de que ya no era con nosotros. A media mañana, escritas las cartas que daban cuenta del suceso, salieron los correos a Castilla, a decirla a la condesa su hermana que doña María dejó la guerra de estos mundos por la paz de los otros. En una urna, para que en la tierra que dispuso descansase una parte de su ser, viajaba su corazón.

    La condesa se encargó de dar a conocer la noticia a quienes fueron sangre de su sangre. Y envió dineros con los que pagar las misas que, desde el día que siguió a su entierro, se comenzaron a decir por el alivio de su alma en la catedral de Oporto.

    Al cabo, cumplidas las horas y puesta la mortaja, en ella la dimos a la tierra, en su capilla de San Jerónimo. Sobre sus huesos una lápida:

 AD ILUSTRIS D. MARIAE PACCIECHAE TUMULUM

Principibus genita et Padillae coniugis ultrix

María sexus honos, clauditur hoc túmulo.

Haec quia non potuit vitam cum clauserit exul

Coniugis ad bustum gressibus ire volens;

Sousa et Ficorhous rara pietate ministri

Curarunt Dominan condere sacorphago

Viscera sed postquam dederit putrefacta cadáver

Contumulanda ferent ossibus os viri

Finis

 Epílogo

    El relato que antecede está basado en el que se atribuye a Diego Sigeo, o Sigeée el Toledano, uno de los grandes humanistas que vivieron la España del siglo XVI; natural –según se cree- de Nimes, Sygy, o sus alrededores, en Francia. Donde pudo ver la luz en los principios de aquel siglo para, una vez llegado a España, continuar los estudios humanísticos a las cercanías de Pedro Mártir de Anglería.

 

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   Fue llamado por Juan de Padilla, para continuar la instrucción humanística de su mujer, María Pacheco, una de las más eruditas mujeres que conocieron aquellos siglos.

   María Pacheco, hija del conde de Tendilla (Guadalajara), nació en Granada  en 1496 y falleció en Oporto en torno al 23 de marzo de 1533, siendo enterrada en aquella catedral, conforme a lo que apunta Diego de Sigeo. La mayor parte de sus ascendientes eran originarios de Guadalajara.

     Ha pasado la historia como “El último comunero”, pues continuó la resistencia de Castilla, en Toledo, tras la derrota de los ejércitos comuneros en Villalar.

 

Tomás Gismera Velasco /Gentes de Guadalajara / Henares al día. Com /Mayo 2021

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