TIRSO DE OBREGON, EL CANTOR DE LA REINA.
De Molina de Aragón
Dejó escrito don Federico Carlos Sainz de
Robles, que de los entresijos de Madrid estaba muy al tanto, que la reina
Isabel II no sólo abrió a don Tirso de Obregón las puertas de palacio, sino que
lo hizo también con las de su propia alcoba. Cosa que otros conocidos de
nuestro hombre niegan, entre ellos don Claro Abánades López, que lo conoció en
los últimos años de su vida y compartió amistad con la familia en el retiro
molinés de este gran tenor que lo fue don Tirso de Obregón y de Pierrá. Claro
es que cuando don Claro Abánades lo conoció don Tirso había comenzado a perder
la razón y don Claro contaba con la saludable edad de 10 años.
Nació en Molina, el 28 de enero de 1832, hijo
de don Juan de la Cruz de Obregón y de Velázquez, y de doña Carmen de Pierrá y
de Yébenes. Ilustres nombres y no menos ilustres apellidos en la Molina de
Aragón de aquellos tiempos. Tiempos en los que Molina, como tantas otras
localidades provinciales, se encontraba bien nutrida de apellidos ilustres,
antes de que estos dejasen el campo por la ciudad.
Y es que sus padres, los de don Tirso, como
nos recordase aquel molinés que tanto escribió, José Sanz y Díaz, pertenecían a
la vieja nobleza. De cualquier manera, a nuestro Tirso lo pusieron a estudiar
una de esas materias que a pocos agrada, pero que a quienes lo hace les colma
de bienes: matemáticas. Cosa que no lo atrajo, dejando los números y las
ingenierías a las que también lo propusieron, estancadas. Eligió la música y,
no sin el consabido disgusto familiar, consintieron los sufridos padres en
permitir su ingreso en el Real Conservatorio de Música y Declamación. Fue en
los años finales de la década de 1840 e inicios de la de 1850 uno de los
alumnos aventajados. De los que encandilaban el sentido musical de la reina,
quien solía acudir con cierta frecuencia a escuchar a los niños cantores del
Conservatorio, y a las niñas cantoras del Colegio del Marqués de Leganés, del
que salió Elena Sanz.
Al final Tirso de Obregón se convirtió en un
barítono como Elena Sanz en “La Perla de París”, siendo considerado como uno de
los mejores de la segunda mitad del siglo XIX. De cuantos se dedicaron a la
ópera y a la zarzuela, debutando en Barcelona en 1854.
Cuatro años más tarde se presentaba en
Madrid y su carrera iría en continuo ascenso, hasta convertirse en empresario
de su propia compañía, tomando primeramente la dirección del Teatro Apolo;
después el de la Zarzuela y más tarde el del Circo, antes de que este se convirtiese
en el famoso “Price”, de la madrileña plaza del Rey.
Y aquí comenzó su otra leyenda, la de sus
amores. Tirso tenía fama de conquistador, y mantuvo muy buenas relaciones con
la Reina Isabel II, de ahí que en los mentideros madrileños se comentase que la
amistad de ambos iba muchos más allá de sus coincidencias musicales. A nuestro
don Tirso de Obregón lo ponen a la altura de los generales O´Donell y Narváez
en los infinitos secretos de la alcoba real. Nunca sabremos la certeza de
aquellas comidillas que se pasearon por los mentideros madrileños y dieron la
vuelta por las arboledas del Retiro. Lo que sí es cierto es que nuestro don
Tirso, apagando aquellos fuegos, contrajo matrimonio con una de las señoritas
más distinguidas del Madrid de la Villa y Corte del 1864, Isabel Sandino
Gutiérrez del Palacio.
El matrimonio fue uno de esos que pudieran
pasar a ser texto de novela; o libreto de ópera a lo Romeo y Julieta. Tres días
duró. Ambos se dieron el sí quiero el 1 de febrero de aquel año. El día 4,
Isabel sufría una de aquellas “muertes
fulminantes” que llevaron al sepulcro su desconsolado amor. El paso de la
comitiva fúnebre cortó las calles de Madrid, desde el domicilio familiar, en la
calle de Fuencarral número 18, hasta la sacramental de San Ginés. Decenas de
actores, e industriales, oficio del padre, acompañaron aquella triste comitiva
que sumió en la más honda desesperación a nuestro ídolo.
Quien fuese Alcalde de Madrid y gran
periodista, José Francos Rodríguez, dedicó unas cuantas líneas a nuestro
paisano, diciéndonos de él: Como tenía
gallarda figura, las damas, a quienes llamaban bonitas, se extasiaron ante el
cantante oyéndole exclamar enternecido al compás de la música de Gaztambide: ¡Qué
bella es la vida, que el cielo nos dio!
También, Francos Rodríguez, nos habla de su
calidad lírica: barítono de voz excelente
sabía, cosa rara en los de su género, declamar con buena entonación y admirable
sentido.
Por lo que pasó a ser conocido como “actor-cantante-lírico”. Y su nombre, tan
extendido por los teatros de media España, llegó a compartir cartel con los más
grandes tenores, artistas y cantantes de su tiempo; con Antonio Vicó o Elisa
Zamacois, Teresa Olivas, Vicente Caltañazor, Julián Romea, Alejandro Cubero, e incluso con aquella Elena
Sanz que pudo ser reina, cuando don Alfonso XII se la llevó al palacio que más
secretos llegó a guardar de la corona española del siglo XIX, al palacio de
Riofrío
Fue Director del Real Conservatorio de
Música y Declamación, aunque las habladurías sobre sus continuas relaciones con
la reina hicieron que fuese retirado del cargo. No sin antes serle impuesta la
encomienda de Caballero de Carlos III, y ser nombrado Comendador de la Real
Orden Americana de Isabel la Católica.
Rumores que se apagaron con un nuevo
matrimonio. El que contrajo, en Molina de Aragón, el primero de septiembre de
1871, con Dionisia Bordonada y Huerta, de la familia de los López Pelegrín.
Tres hijas y un hijo tuvo con Dionisia;
Asunción, quien contrajo matrimonio con otro molinés ilustre, el doctor Mariano
Muela. Carmen, quien casó con el conocido novelista Martin Lorenzo Coria; y Concha. Tirso, el niño, falleció a los
pocos meses de nacer, el 13 de julio de 1879.
Una grave enfermedad le hizo retirarse del
teatro; cuentan que cargado de fortuna y honores. Abandonando Madrid y
refugiándose en su casa de Molina de Aragón, dedicándose al ejercicio de la
caridad.
Estrenó a los grandes de la música de la
segunda mitad de su siglo. Fue una figura en los grandes escenarios, en los que su nombre todavía se escucha
entre líneas de novelas y sainetes, al decir de los cronistas madrileños.
Falleció, dicen que perdida la razón, en
Molina de Aragón, el 17 de marzo de 1889. Y, como escribiese nuestro buen
Sanz y Díaz, “en parte alguna hay una
lápida que lo recuerde”, a pesar de haber sido grande entre los grandes.
La vida que, en ocasiones, es teatro. Puro
teatro. Y pasa página cuando baja el
telón.
Tomás
Gismera Velasco
Nueva
Alcarria, Viernes, 11 de mayo 2018.
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