lunes, enero 28, 2019

TIRSO DE OBREGON, EL CANTOR DE LA REINA. De Molina de Aragón

TIRSO DE OBREGON, EL CANTOR DE LA REINA.
De Molina de Aragón



   Dejó escrito don Federico Carlos Sainz de Robles, que de los entresijos de Madrid estaba muy al tanto, que la reina Isabel II no sólo abrió a don Tirso de Obregón las puertas de palacio, sino que lo hizo también con las de su propia alcoba. Cosa que otros conocidos de nuestro hombre niegan, entre ellos don Claro Abánades López, que lo conoció en los últimos años de su vida y compartió amistad con la familia en el retiro molinés de este gran tenor que lo fue don Tirso de Obregón y de Pierrá. Claro es que cuando don Claro Abánades lo conoció don Tirso había comenzado a perder la razón y don Claro contaba con la saludable edad de 10 años.

 

  Nació en Molina, el 28 de enero de 1832, hijo de don Juan de la Cruz de Obregón y de Velázquez, y de doña Carmen de Pierrá y de Yébenes. Ilustres nombres y no menos ilustres apellidos en la Molina de Aragón de aquellos tiempos. Tiempos en los que Molina, como tantas otras localidades provinciales, se encontraba bien nutrida de apellidos ilustres, antes de que estos dejasen el campo por la ciudad.

   Y es que sus padres, los de don Tirso, como nos recordase aquel molinés que tanto escribió, José Sanz y Díaz, pertenecían a la vieja nobleza. De cualquier manera, a nuestro Tirso lo pusieron a estudiar una de esas materias que a pocos agrada, pero que a quienes lo hace les colma de bienes: matemáticas. Cosa que no lo atrajo, dejando los números y las ingenierías a las que también lo propusieron, estancadas. Eligió la música y, no sin el consabido disgusto familiar, consintieron los sufridos padres en permitir su ingreso en el Real Conservatorio de Música y Declamación. Fue en los años finales de la década de 1840 e inicios de la de 1850 uno de los alumnos aventajados. De los que encandilaban el sentido musical de la reina, quien solía acudir con cierta frecuencia a escuchar a los niños cantores del Conservatorio, y a las niñas cantoras del Colegio del Marqués de Leganés, del que salió Elena Sanz.

   Al final Tirso de Obregón se convirtió en un barítono como Elena Sanz en “La Perla de París”, siendo considerado como uno de los mejores de la segunda mitad del siglo XIX. De cuantos se dedicaron a la ópera y a la zarzuela, debutando en Barcelona en 1854.



   Cuatro años más tarde se presentaba en Madrid y su carrera iría en continuo ascenso, hasta convertirse en empresario de su propia compañía, tomando primeramente la dirección del Teatro Apolo; después el de la Zarzuela y más tarde el del Circo, antes de que este se convirtiese en el famoso “Price”, de la madrileña plaza del Rey.

   Y aquí comenzó su otra leyenda, la de sus amores. Tirso tenía fama de conquistador, y mantuvo muy buenas relaciones con la Reina Isabel II, de ahí que en los mentideros madrileños se comentase que la amistad de ambos iba muchos más allá de sus coincidencias musicales. A nuestro don Tirso de Obregón lo ponen a la altura de los generales O´Donell y Narváez en los infinitos secretos de la alcoba real. Nunca sabremos la certeza de aquellas comidillas que se pasearon por los mentideros madrileños y dieron la vuelta por las arboledas del Retiro. Lo que sí es cierto es que nuestro don Tirso, apagando aquellos fuegos, contrajo matrimonio con una de las señoritas más distinguidas del Madrid de la Villa y Corte del 1864, Isabel Sandino Gutiérrez del Palacio.




   El matrimonio fue uno de esos que pudieran pasar a ser texto de novela; o libreto de ópera a lo Romeo y Julieta. Tres días duró. Ambos se dieron el sí quiero el 1 de febrero de aquel año. El día 4, Isabel sufría una de aquellas “muertes fulminantes” que llevaron al sepulcro su desconsolado amor. El paso de la comitiva fúnebre cortó las calles de Madrid, desde el domicilio familiar, en la calle de Fuencarral número 18, hasta la sacramental de San Ginés. Decenas de actores, e industriales, oficio del padre, acompañaron aquella triste comitiva que sumió en la más honda desesperación a nuestro ídolo.

      Quien fuese Alcalde de Madrid y gran periodista, José Francos Rodríguez, dedicó unas cuantas líneas a nuestro paisano, diciéndonos de él: Como tenía gallarda figura, las damas, a quienes llamaban bonitas, se extasiaron ante el cantante oyéndole exclamar enternecido al compás de la música de Gaztambide: ¡Qué bella es la vida, que el cielo nos dio!

   También, Francos Rodríguez, nos habla de su calidad lírica: barítono de voz excelente sabía, cosa rara en los de su género, declamar con buena entonación y admirable sentido.

   Por lo que pasó a ser conocido como “actor-cantante-lírico”. Y su nombre, tan extendido por los teatros de media España, llegó a compartir cartel con los más grandes tenores, artistas y cantantes de su tiempo; con Antonio Vicó o Elisa Zamacois, Teresa Olivas, Vicente Caltañazor, Julián Romea,  Alejandro Cubero, e incluso con aquella Elena Sanz que pudo ser reina, cuando don Alfonso XII se la llevó al palacio que más secretos llegó a guardar de la corona española del siglo XIX, al palacio de Riofrío



   Fue Director del Real Conservatorio de Música y Declamación, aunque las habladurías sobre sus continuas relaciones con la reina hicieron que fuese retirado del cargo. No sin antes serle impuesta la encomienda de Caballero de Carlos III, y ser nombrado Comendador de la Real Orden Americana de Isabel la Católica.

   Rumores que se apagaron con un nuevo matrimonio. El que contrajo, en Molina de Aragón, el primero de septiembre de 1871, con Dionisia Bordonada y Huerta, de la familia de los López Pelegrín.

   Tres hijas y un hijo tuvo con Dionisia; Asunción, quien contrajo matrimonio con otro molinés ilustre, el doctor Mariano Muela. Carmen, quien casó con el conocido novelista Martin Lorenzo Coria;  y Concha. Tirso, el niño, falleció a los pocos meses de nacer, el 13 de julio de 1879.

   Una grave enfermedad le hizo retirarse del teatro; cuentan que cargado de fortuna y honores. Abandonando Madrid y refugiándose en su casa de Molina de Aragón, dedicándose al ejercicio de la caridad. 




   Estrenó a los grandes de la música de la segunda mitad de su siglo. Fue una figura en los grandes escenarios, en los que su nombre todavía se escucha entre líneas de novelas y sainetes, al decir de los cronistas madrileños.

   Falleció, dicen que perdida la razón, en Molina de Aragón, el 17 de marzo de 1889. Y, como escribiese nuestro buen Sanz y Díaz, “en parte alguna hay una lápida que lo recuerde”, a pesar de haber sido grande entre los grandes.

   La vida que, en ocasiones, es teatro. Puro teatro. Y pasa página cuando baja  el telón.

Tomás Gismera Velasco

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