MANUEL SERRANO SANZ. EL HOMBRE QUE
DESCUBRIÓ AMÉRICA.
Tomás Gismera Velasco
Para la literatura, los archivos y la
historia, claro está, puesto que como Continente hacía ya unos cuantos años, o
siglos, que estaba descubierta.
Don Manuel nunca fue partidario, según él
mismo confesaba, de bambollas y oropéndolas. De que le pasasen la mano por la
espalda y alabasen su trabajo. Y puede que por ello en la mayoría de las
ocasiones su trabajo, su obra, pasó desapercibida. Era el hombre tranquilo. El
erudito. El personaje de la ciencia literaria que dedica sus horas al estudio,
al trabajo silencioso, a entregar a los demás el fruto de la obra, sin esperar
nada a cambio. Por ello la en ocasiones ingratitud española dejó de reconocer
como debía su importante labor.
Manuel Serrano Sanz |
Salió don Manuel de ese pueblo alcarreño al
que en alguna ocasión hemos viajado, y al que probablemente regresaremos. Salió
de Ruguilla, donde nació un día de Corpus Cristi cuando los días de Corpus
Cristi eran tenidos, por la iglesia y los religiosos, como uno de esos días en
los que la magia divina se presenta a través de… gentes como don Manuel Serrano
Sanz, quien nacía mientras las campanas de la iglesia llamaban a la procesión.
La sanadora de Ruguilla dijo que, por nacer
en tal día, circunstancias y hora, el Manuel, el chiquillo del Felipe y la
María tenía que ser… ¡¡¡saludador!!!, o sanador, o santero o curandero y,
prueba de ello, es que debía de tener, bajo la lengua, una cruz. Que nadie le
encontró.
Eso sí, tuvo vocación de eclesiástico y al
efecto de llevar la vocación hasta el final, previo paso por los escolapios de
Molina de Aragón, ingresó joven en el Seminario de Sigüenza, que dejó por los
estudios civiles, en Madrid, de Filosofía y Letras, y de algunas cosas más.
Incluso se permitió la licencia de hacer gorgojeos poéticos.
Colgó los hábitos para opositar al entonces
pujante cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con destino a la
Biblioteca Nacional; cuando llevó a cabo su ingreso en remodelación, para ser
en ella uno de los hombres de su alma, junto a Menéndez Pelayo, Pérez Villamil,
Menéndez Pidal, Ignacio Calvo, Paz y Mélia, Amador de los Ríos… La flor y nata
de la investigación histórica española.
En la Biblioteca Nacional ocupó puesto en la
sección de manuscritos, continuando el estudio y accediendo, en 1905, a la
Cátedra de Historia Universal de la Universidad de Zaragoza; capital, la del
Ebro, en la que permanecería hasta la década de su jubilación. La de 1920.
Para entonces, la década de su jubilación,
había dado a la imprenta un centenar de obras literarias, en su mayor parte, en
torno a la historia del Nuevo Continente. Obras que descubrían la historia para
los historiadores, y la ponían al alcance de los neófitos en el tema.
Don Manuel llevaba al hombre interesado a
conocer a los Chiriguanes, los de Putumayo o Caqueta, los Cheroquis o los
Chactas; y no sólo eso, sino que también era capaz de indicar, para quien no lo
conociese, cuáles eran sus territorios. Y mostró, y descubrió, a los conquistadores
que pisaron aquella tierra; dejó inscritos en el libro de la historia los
nombres de los guadalajareños que fueron a América y, como le sobró tiempo,
ordenó los Archivos de la Corona de Aragón.
También desveló el lugar de nacimiento de
Fernando de Rojas; publicó el “Compendio de Historia de América”, las
“Autobiografías y Memorias”, o, como uno más, los “Apuntes para una
Bibliografía de Escritoras Españolas”;
la “Historia de las guerras civiles del Perú”; las “Relaciones
históricas y geográficas de la América Central”… y así, hasta cerca de un
centenar de libros, y cientos y cientos de artículos y estudios.
Con razón le dieron el nombre de “el erudito
español”. El erudito español don Manuel Serrano Sanz, como fue conocido en el
Continente Americano, ya que desde allí, en más de una ocasión, gobernantes de
distintas naciones enviaron a sus embajadores para que les solventase aquellas
cuestiones, principalmente de fronteras, que podían terminar, como en ocasiones
terminaron, en guerras por un palmo más de tierra. También, don Manuel Serrano
Sanz, trazó fronteras entre países, como hombre de paz, y evitó guerras.
Suele suceder que los reconocimientos,
cuando llegan, en ocasiones lo hacen tarde. Le sucedió a don Manuel, quien
cuando en España y el mundo de la investigación era conocido como “el Menéndez
Pelayo pequeño”, en Guadalajara, su provincia natal, apenas era conocido, salvo
por ser el hermano del médico de Cifuentes; ser cuñado de uno de los genios de
la política y la diplomacia provincial a nivel nacional José Antonio Ubierna, o
por lo que fue, Catedrático en Zaragoza. Hasta que, fallecido Antonio Pareja
Serrada en 1925 alguien pensó que podía ser el próximo “Cronista Provincial”. Y
así se le hizo saber, y aceptó el cargo.
Despacho de Serrano Sanz en su casa de Sigüenza |
Ideó, como Cronista Provincial, la edición y
estudió de unos cuantos tomos que desentrañasen la historia de Guadalajara,
pero hete aquí que por un “quítame allá esas pajas”, dimitió de su cargo
al poco tiempo. A los señores
representantes de la política provincial se les ocurrió que como don Manuel no
necesitaba los emolumentos del cargo y los podían ellos emplear, en acción
caritativa, a su capricho. Y don Manuel, que andaba tan escaso de tiempo como
de fondos, lógicamente, se disgustó y dijo lo de “hasta aquí hemos llegado”.
Tampoco el reino, de España, le fue
agradecido con su obra. Ni las Reales Academias, de la Historia, Bellas Artes o
Lengua Española, con las que colaboró. No era hombre, dicho está, don Manuel,
de baboseo y besamano. Y así le fue.
Tan sólo, cuando los años se le echaban
encima, la Real Academia de la Historia lo nombró Académico para ocupar el
sillón número 9, vacante al fallecimiento de don Pedro de Novo y Colson.
Nuestro hombre, que recibió la comunicación
en los primeros días del año de gracia de 1932 se dispuso a elaborar su
discurso de ingreso, que comenzaba con un: “En
el atardecer de la vida, casi cuando ya el sol de Poniente lanza sus últimos
rayos llenos de melancolía…”
Vivía entonces en Madrid, en la Costanilla de los Ángeles y,
como tardase más de lo debido en salir de su despacho, una de aquellas noches
de comienzos de noviembre, entraron a decirles aquello tantas veces repetido
de: “Manuel, que es la hora de la cena”.
Pero don Manuel ya era ausencia, había sufrido
un derrame cerebral que terminaría con su vida pocas horas después de rayar el
6 de noviembre de 1932.
Lo heredaba, en todo, su sobrino predilecto,
Francisco Layna Serrano, y la humildad de su ser, su muerte pasó desapercibida.
Porque era domingo, y el lunes de su entierro no se publicaron periódicos que
contasen que don Manuel, a los sesenta y cuatro años de edad, había fallecido.
Su sobrino, Francisco Layna, lo contó:
Serían las ocho de la noche cuando comenzó a
sentirse indispuesto, pesada la cabeza con ligera tendencia al mareo y al sueño
más tarde; puso en orden las cuartillas recién escritas, salió con paso
inseguro adonde estaban sus familiares, se acostó, y por consejo del médico que
diagnosticó un amago de congestión, tomó un purgante. Pasaron las horas de la
noche, silenciosas, inacabables, cruentas para los suyos, pues el enfermo no
sufría al parecer; en su rostro de rasgos nobilísimos, ni el menor rictus
espasmódico; en sus ojos medio abiertos con la mirada perdida, ausente del mundo
exterior como de ordinario, ninguna expresión de físico padecimiento; sólo a
las pocas horas, la respiración algo fatigosa y el embotamiento lento y
progresivo de la sensibilidad, fueron denunciando el avance progresivo de la
hemorragia cerebral por donde se le escapaba poco a poco la existencia. Antes
de amanecer llegó a tiempo para absolverle su amigo y confesor fray Esteban
Babín, abad de Cogullada, sin que mi tío pudiera ya verle, más si escuchar la
absolución de sus culpas y estrechar por última vez con agradecimiento la mano
amiga; a las ocho y media de la mañana del 6 de noviembre de 1932, sin un
estertor, sin una contracción violenta, con la misma serenidad con que se cruza
un camino llano y desierto, pasó de esta a la otra vida aquel hombre sabio,
modesto y bueno, honra de España por su talento y tanto o más por sus virtudes,
que se llamó Manuel Serrano Sanz; el 1º de junio de aquel año había cumplido
los sesenta y cuatro años.
Entonces España, y el mundo, supieron que
habían perdido al gran americanista. Al hombre que descubrió, para la
literatura y la historia, América, el Nuevo Continente.
Manuel Serrano Sanz nació en Ruguilla
(Guadalajara), el 1 de junio de 1866; hijo de Felipe Serrano y de María Sanz.
Contrajo matrimonio con Mercedes Ubierna y Eusa; matrimonio del que nacieron
tres hijos. Fue asiduo de los veranos de Ruguilla, de Cifuentes y de Sigüenza,
y su nombre está inscrito, con letras de molde, en la historia de la provincia
de Guadalajara.
(Tomado
de: “Manuel Serrano Sanz, el hombre tranquilo. Notas biográficas”.
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