domingo, noviembre 25, 2018

MANUEL SERRANO SANZ. EL HOMBRE QUE DESCUBRIÓ AMÉRICA.


MANUEL SERRANO SANZ. EL HOMBRE QUE DESCUBRIÓ AMÉRICA.

Tomás Gismera Velasco


    Para la literatura, los archivos y la historia, claro está, puesto que como Continente hacía ya unos cuantos años, o siglos, que estaba descubierta.

   Don Manuel nunca fue partidario, según él mismo confesaba, de bambollas y oropéndolas. De que le pasasen la mano por la espalda y alabasen su trabajo. Y puede que por ello en la mayoría de las ocasiones su trabajo, su obra, pasó desapercibida. Era el hombre tranquilo. El erudito. El personaje de la ciencia literaria que dedica sus horas al estudio, al trabajo silencioso, a entregar a los demás el fruto de la obra, sin esperar nada a cambio. Por ello la en ocasiones ingratitud española dejó de reconocer como debía su importante labor.

Manuel Serrano Sanz


   Salió don Manuel de ese pueblo alcarreño al que en alguna ocasión hemos viajado, y al que probablemente regresaremos. Salió de Ruguilla, donde nació un día de Corpus Cristi cuando los días de Corpus Cristi eran tenidos, por la iglesia y los religiosos, como uno de esos días en los que la magia divina se presenta a través de… gentes como don Manuel Serrano Sanz, quien nacía mientras las campanas de la iglesia llamaban a la procesión.

   La sanadora de Ruguilla dijo que, por nacer en tal día, circunstancias y hora, el Manuel, el chiquillo del Felipe y la María tenía que ser… ¡¡¡saludador!!!, o sanador, o santero o curandero y, prueba de ello, es que debía de tener, bajo la lengua, una cruz. Que nadie le encontró.

   Eso sí, tuvo vocación de eclesiástico y al efecto de llevar la vocación hasta el final, previo paso por los escolapios de Molina de Aragón, ingresó joven en el Seminario de Sigüenza, que dejó por los estudios civiles, en Madrid, de Filosofía y Letras, y de algunas cosas más. Incluso se permitió la licencia de hacer gorgojeos poéticos.

   Colgó los hábitos para opositar al entonces pujante cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con destino a la Biblioteca Nacional; cuando llevó a cabo su ingreso en remodelación, para ser en ella uno de los hombres de su alma, junto a Menéndez Pelayo, Pérez Villamil, Menéndez Pidal, Ignacio Calvo, Paz y Mélia, Amador de los Ríos… La flor y nata de la investigación histórica española.

   En la Biblioteca Nacional ocupó puesto en la sección de manuscritos, continuando el estudio y accediendo, en 1905, a la Cátedra de Historia Universal de la Universidad de Zaragoza; capital, la del Ebro, en la que permanecería hasta la década de su jubilación. La de 1920.

   Para entonces, la década de su jubilación, había dado a la imprenta un centenar de obras literarias, en su mayor parte, en torno a la historia del Nuevo Continente. Obras que descubrían la historia para los historiadores, y la ponían al alcance de los neófitos en el tema.



   Don Manuel llevaba al hombre interesado a conocer a los Chiriguanes, los de Putumayo o Caqueta, los Cheroquis o los Chactas; y no sólo eso, sino que también era capaz de indicar, para quien no lo conociese, cuáles eran sus territorios. Y mostró, y descubrió, a los conquistadores que pisaron aquella tierra; dejó inscritos en el libro de la historia los nombres de los guadalajareños que fueron a América y, como le sobró tiempo, ordenó los Archivos de la Corona de Aragón.

   También desveló el lugar de nacimiento de Fernando de Rojas; publicó el “Compendio de Historia de América”, las “Autobiografías y Memorias”, o, como uno más, los “Apuntes para una Bibliografía de Escritoras Españolas”;  la “Historia de las guerras civiles del Perú”; las “Relaciones históricas y geográficas de la América Central”… y así, hasta cerca de un centenar de libros, y cientos y cientos de artículos y estudios.

   Con razón le dieron el nombre de “el erudito español”. El erudito español don Manuel Serrano Sanz, como fue conocido en el Continente Americano, ya que desde allí, en más de una ocasión, gobernantes de distintas naciones enviaron a sus embajadores para que les solventase aquellas cuestiones, principalmente de fronteras, que podían terminar, como en ocasiones terminaron, en guerras por un palmo más de tierra. También, don Manuel Serrano Sanz, trazó fronteras entre países, como hombre de paz, y evitó guerras.

   Suele suceder que los reconocimientos, cuando llegan, en ocasiones lo hacen tarde. Le sucedió a don Manuel, quien cuando en España y el mundo de la investigación era conocido como “el Menéndez Pelayo pequeño”, en Guadalajara, su provincia natal, apenas era conocido, salvo por ser el hermano del médico de Cifuentes; ser cuñado de uno de los genios de la política y la diplomacia provincial a nivel nacional José Antonio Ubierna, o por lo que fue, Catedrático en Zaragoza. Hasta que, fallecido Antonio Pareja Serrada en 1925 alguien pensó que podía ser el próximo “Cronista Provincial”. Y así se le hizo saber, y aceptó el cargo.

Despacho de Serrano Sanz en su casa de Sigüenza

    Ideó, como Cronista Provincial, la edición y estudió de unos cuantos tomos que desentrañasen la historia de Guadalajara, pero hete aquí que por un “quítame allá esas pajas”, dimitió de su cargo al  poco tiempo. A los señores representantes de la política provincial se les ocurrió que como don Manuel no necesitaba los emolumentos del cargo y los podían ellos emplear, en acción caritativa, a su capricho. Y don Manuel, que andaba tan escaso de tiempo como de fondos, lógicamente, se disgustó y dijo lo de “hasta aquí hemos llegado”.

   Tampoco el reino, de España, le fue agradecido con su obra. Ni las Reales Academias, de la Historia, Bellas Artes o Lengua Española, con las que colaboró. No era hombre, dicho está, don Manuel, de baboseo y besamano. Y así le fue.

   Tan sólo, cuando los años se le echaban encima, la Real Academia de la Historia lo nombró Académico para ocupar el sillón número 9, vacante al fallecimiento de don Pedro de Novo y Colson.

   Nuestro hombre, que recibió la comunicación en los primeros días del año de gracia de 1932 se dispuso a elaborar su discurso de ingreso, que comenzaba con un: “En el atardecer de la vida, casi cuando ya el sol de Poniente lanza sus últimos rayos llenos de melancolía…”

   Vivía entonces en Madrid, en la Costanilla de los Ángeles y, como tardase más de lo debido en salir de su despacho, una de aquellas noches de comienzos de noviembre, entraron a decirles aquello tantas veces repetido de: “Manuel, que es la hora de la cena”.

   Pero don Manuel ya era ausencia, había sufrido un derrame cerebral que terminaría con su vida pocas horas después de rayar el 6 de noviembre de 1932.

   Lo heredaba, en todo, su sobrino predilecto, Francisco Layna Serrano, y la humildad de su ser, su muerte pasó desapercibida. Porque era domingo, y el lunes de su entierro no se publicaron periódicos que contasen que don Manuel, a los sesenta y cuatro años de edad, había fallecido.

   Su sobrino, Francisco Layna, lo contó:

      Serían las ocho de la noche cuando comenzó a sentirse indispuesto, pesada la cabeza con ligera tendencia al mareo y al sueño más tarde; puso en orden las cuartillas recién escritas, salió con paso inseguro adonde estaban sus familiares, se acostó, y por consejo del médico que diagnosticó un amago de congestión, tomó un purgante. Pasaron las horas de la noche, silenciosas, inacabables, cruentas para los suyos, pues el enfermo no sufría al parecer; en su rostro de rasgos nobilísimos, ni el menor rictus espasmódico; en sus ojos medio abiertos con la mirada perdida, ausente del mundo exterior como de ordinario, ninguna expresión de físico padecimiento; sólo a las pocas horas, la respiración algo fatigosa y el embotamiento lento y progresivo de la sensibilidad, fueron denunciando el avance progresivo de la hemorragia cerebral por donde se le escapaba poco a poco la existencia. Antes de amanecer llegó a tiempo para absolverle su amigo y confesor fray Esteban Babín, abad de Cogullada, sin que mi tío pudiera ya verle, más si escuchar la absolución de sus culpas y estrechar por última vez con agradecimiento la mano amiga; a las ocho y media de la mañana del 6 de noviembre de 1932, sin un estertor, sin una contracción violenta, con la misma serenidad con que se cruza un camino llano y desierto, pasó de esta a la otra vida aquel hombre sabio, modesto y bueno, honra de España por su talento y tanto o más por sus virtudes, que se llamó Manuel Serrano Sanz; el 1º de junio de aquel año había cumplido los sesenta y cuatro años.

   Entonces España, y el mundo, supieron que habían perdido al gran americanista. Al hombre que descubrió, para la literatura y la historia, América, el Nuevo Continente.

   Manuel Serrano Sanz nació en Ruguilla (Guadalajara), el 1 de junio de 1866; hijo de Felipe Serrano y de María Sanz. Contrajo matrimonio con Mercedes Ubierna y Eusa; matrimonio del que nacieron tres hijos. Fue asiduo de los veranos de Ruguilla, de Cifuentes y de Sigüenza, y su nombre está inscrito, con letras de molde, en la historia de la provincia de Guadalajara.

(Tomado de: “Manuel Serrano Sanz, el hombre tranquilo. Notas biográficas”.










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