FELIPA
POLO ASENJO. Felipa en la Librería
Tomás
Gismera Velasco
De la calle de los Libreros de Madrid. Una calle, toda entera, dedicada
a los libros, y a las librerías, y a las gentes del libro. Y a los amantes de
la lectura, y a los estudiantes que, a la hora de buscar los textos que
necesitarían para sus futuras carreras, hacían eternas colas ribeteando las
aceras de esa calle, doblando el codo y adentrándose, cuando tocaba, en el
mundo del libro.
Entre las librerías unas cuantas, regentadas por mujeres, se llevaban la
palma: La Casa de la Troya, La Fortuna, La Pepita y La Felipa, entre otras. El
nombre obedecía, claro está, a la titular del negocio: La Fortuna, regentado por
doña Fortunata Ulloa; La Pepita por doña Josefa; La Felipa, por Felipa Polo
Asenjo, guadalajareña de los pies a la cabeza; nacida en Loranca de Tajuña en
aquellos tiempos difíciles que daban comienzo con el primer decenio del siglo
XX. Un decenio que traería tantas noticias que… mejor pasarlas de largo.
También se las trajeron a Felipa Polo, quien al término del decenio
perdió a sus padres y con nueve años se encontró sola en el mundo. Bueno, no
del todo, tenía hermanos a los que cuidar, sin ser capaz, por lo que, en uno de
aquellos arrebatos caritativos que de cuando en cuando tenían las autoridades
provinciales buscaron para Felipa y sus hermanos acogida en una de aquellas
casas de “Misericordia” que tanto
abundaban en la capital del reino. Por otro nombre La Inclusa. No era una de las inclusas al uso, ni tampoco una casa
de misericordia cualquiera. Se trataba de un convento del viejo Madrid en el
que se acogía a huérfanos, y en él entró nuestra moza con sus cuatro hermanos,
y de él salió para servir de criadita y chica de los recados, con apenas doce
años, de una dama de alta alcurnia, que con el tiempo fue poseedora de una librería en la calle de Jacometrezo. Doña
Pepita se llamaba la dama; valenciana de origen quien, a más de gustarle el
libro tenía otras muchas dotes, aficiones y oficios en los que gastar el
tiempo, como alguien diría, a pesar de
que lo que en realidad hacía era dedicarse a los demás como maestra de
sordomudos, radiotelegrafista, estudiante de derecho…
Con aquella mujer aprendió Felipa el oficio de comprar libros de segunda
mano y venderlos como nuevos, tras darles el repaso necesario y restallarles,
como impresora, las heridas; puesto que también los libreros tenían que hacer
oficio de impresores.
La apertura de la Gran Vía y el derribo de algunos edificios, entre
ellos parte de la calle de Jacometrezo en donde se encontraba el negocio de
doña Pepita las trasladó a la otra acera, a la calle de los Libreros, y allí,
años después, tras la muerte de la mujer que la acogió, Felipa Polo abrió su
librería propia en el número 16 de aquella calle.
Justo
encima de la librería tenía su domicilio con lo que el olor a papel y libro
viejo ascendía por las escaleras interiores que comunicaban tienda y casa,
uniéndose en una sola vida el libro y la esperanza de futuro.
Pudiera pensarse que muchos negocios en una misma calle, dedicada a ese
negocio, era una ruina. Sin embargo no era así. De cualquier punto de España,
sabiendo que allí se encontraría lo buscado, se acudía a la calle de los
Libreros. Y cuando era conocido que uno de los titulares era de una provincia
en cuestión, a ella acudían sus naturales, con la confianza que da el
paisanaje. Que en ocasiones suele tener sus consecuencias, porque Felipa llegó
a conocerse a muchos de los estudiantes guadalajareños que acudían a la
universidad madrileña, o a la de Alcalá. Y conoció a quienes eran buenos y
malos estudiantes, por aquello de que buscaban nuevos o viejos manuales.
-¿Repitiendo
curso? –Solía preguntar a quienes, al cabo del año, aparecían por allí
solicitando textos nuevos del curso viejo para, tras ponerlos en sus manos,
rematar la operación-. ¡Que no te vuelva
a ver por aquí con las mismas!
En ocasiones haber tenido una vida dura marca el camino. Y se lo marcó a
Felipa. Por ello era de esa clase de personas que, ante la necesidad soltaban
aquello de: “… anda, anda, ya me pagarás
cuando acabes la carrera…”. Y al término de la carrera, el estudiante en
cuestión, acudía con ese orgullo del recién licenciado, a depositar sobre el
mostrador los billetes de a cien que le costaron los libros. Muchos de aquellos que terminaron carreras, hijos de labradores
en busca de la fortuna estudiantil en el Madrid de la posguerra y el hambre, y
sin recursos propios para comprar los necesarios códigos que les permitiesen el
acceso a la Universidad, pudieron tener libros gracias a ella, que se las
apañaba para que aquellos, sin ver heridos sus sentimientos, se los llevasen a
pago aplazado
Que
Felipa disfrutaba con eso, conque su clientela aprobase sus estudios, más que
un chiquillo con zapatos nuevos. Es quizá por eso que, en más de cuatro
ocasiones soltó a algún que otro repetidor y zoquete en el estudio lo ha dicho
de no vuelvas, a menos que fuese en
busca de los libros de un curso superior. En su librería, de éxito, empleó a
todos sus hermanos, y luego a sus sobrinos, y después pasó el relevo a los
descendientes de aquellos. Porque ella no tuvo tiempo de formar otra familia
que no fuese la de sus estudiantes, la de sus hermanos, la de sus sobrinos…
Sus broncas
se hicieron populares, hasta el punto de reconocer algunos de sus clientes, que
sin aquellas no hubiesen logrado terminar la carrera. Amor propio y orgullo
personal, que se llama. Porque Felipa era capaz de alcanzar el punto maternal
que en ocasiones es preciso para tirar hacia adelante.
Era mujer; como buena mujer de un
tiempo que marcó una época, de dichos, refranes y decires. Po ello llenó
su librería con sentencias que nos parecerían bufas y entonces tenían su
sentido:
-Si no tienes nada que hacer, no lo vengas a
hacer aquí…
-Quien se hace miel, se lo comen las moscas…
Esos, y muchos otros que llenarían las páginas de un libro, como ella
llenó las páginas de la historia del Madrid, mejor que de los libreros, de las
libreras, por espacio de más de
cincuenta años. Los que estuvo al frente de su vieja librería, que se hizo
vieja a la fuerza. La pudieron las nuevas tecnologías, como a todas, aunque
resistió, con ella, hasta el fin del primer milenio, y arrancó el segundo, ya
con sus achaques, hasta que el tiempo se la llevó, por razón de edad, que a
todos ha de tocarnos despedirnos de este mundo.
Felipa, quien a muchos ayudó, y muchos se esforzaron en el estudio por
no escuchar sus consabidas broncas, murió en Madrid, de donde casi era, puesto
que en Madrid pasó más tiempo que en la Alcarria, a pesar de que a sus pueblos
dedicó parte de su vida. A su natal de Loranca de Tajuña y al de adopción,
donde iría su cadáver luego que fuese muerta, Yélamos de Arriba, de donde era
originaria la familia. En Yélamos, sin que muchos lo supiesen, costeó
incontables obras de caridad. Allí siempre tuvo un rincón en el que “invertir” de alguna manera el dinero que
ganaba. Fuese restallando las heridas que en la iglesia dejó la guerra, o
ayudando con libros a escolares y universitarios. Siempre hay, si se quiere, en
qué gastar, para bien, lo que nos sobra.
Dicen quienes la conocieron y trataron que
Felipa fue: “vanguardista, emprendedora, lideresa generosa,
trabajadora incansable y posgraduada en ese completo máster que llamamos vida.
Conseguidora de los títulos más inaccesibles, cualquier libro estaba
inventariado en su memoria prodigiosa…”
Y aún dicen de ella que “como buena castellana, era de una gran austeridad, carente de
ambiciones materiales, altruista, especialmente con aquellos clientes o
estudiantes que conocía que se hallaban en dificultades económicas,
prestándoles los libros que precisaban para que pudieran examinarse o en
regalar bocadillos a aquellos que se encontraban en apuros. Por ello, su tienda
era cita obligada para determinados colectivos, como estudiantes,
proveedores y editoriales, con los que siempre mantuvo una excelente relación…”
Tanto fue su mérito en vida que en vida recibió la gratitud de números
madrileños, y guadalajareños. Y pasó a ser parte de la historia del viejo
Madrid. Tanto que años después de su muerte todavía se la recuerda. Y fue
homenajeada por los cronistas madrileños, y por los guadalajareños en Madrid, y
es, porque no podía ser de otra manera, personaje literario, o personaje de
libro, puesto que uno de aquellos cronistas de Madrid se dedicó a recopilar su
vida, y en libro la dio a la imprenta, para perpetuar su nombre. Una
Guadalajareña, como tantas y tantos más, en Madrid.
Felipe Polo Asenjo, librera de profesión, nació en Loranca de Tajuña
(Guadalajara), el 6 de junio de 1911; falleció en Madrid, el 25 de abril de
2002. Desde el día siguiente sus restos reposan a la eternidad en el cementerio
de Yélamos de Arriba.
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