TIRSO DE OBREGON
Y PIERRÁ
El barítono de
Molina, de Molina de Aragón
Tomás
Gismera Velasco
El 28 de enero de 1832 nació en Molina de Aragón don Tirso de Obregón y
de Pierrá, hijo de don Juan de la Cruz de Obregón y de Velázquez, y de doña
Carmen de Pierrá y de Yébenes. Ilustres nombres y no menos ilustres apellidos
en la Molina de Aragón, provincia de Guadalajara, de aquellos tiempos. Tiempos
en los que Molina, como tantas otras localidades provinciales, se encontraba
bien nutrida de apellidos ilustres, antes de que estos dejasen el campo por la
ciudad.
Y es que sus padres, los de don Tirso, como nos recordase aquel molinés
que tanto escribió, José Sanz y Díaz. pertenecían a la vieja nobleza. De
cualquier manera, a nuestro Tirso le pusieron a estudiar una de esas materias
que a pocos agrada, pero que a quienes lo hace, les colma de bienes:
matemáticas. Cosa que no lo atrajo, dejando los números y las ingenierías a las
que también lo propusieron, estancadas. Eligió la música y, no sin el consabido
disgusto familiar, consintieron los sufridos padres en permitir su ingreso en
el Real Conservatorio de Música y Declamación. Fue, en los años finales de la
década de 1840 e inicios de la de 1850 uno de los alumnos más aventajados. De
aquellos que encandilaban el sorprendente sentido musical de la reina, doña
Isabel II, quien solía acudir con cierta frecuencia a escuchar a los niños
cantores del Conservatorio, y a las niñas cantoras del Colegio del Marqués de
Leganés, de donde salió la muy admirada Elena Sanz a quien dediqué esa novela
que introduce en el mundo de la Ópera: “La Perla de París”.
Al final, Tirso de Obregón se convirtió en un barítono como Elena Sanz
en “La Favorita”, siendo considerado como uno de los mejores de la segunda
mitad del siglo XIX. Uno de los mejores de cuantos se dedicaron a la ópera y a
la zarzuela, debutando en Barcelona en 1854 con la obra “El dominó azul”.
Cuatro años más tarde se presentaba en Madrid, en 1858, y su carrera
iría en continuo ascenso, hasta convertirse en empresario de su propia
compañía, tomando primeramente la dirección del Teatro Apolo, después el de la
Zarzuela y más tarde el del Circo, antes de que este se convirtiese en el
famoso “Price” de la madrileña plaza del Rey.
Y aquí comenzó su otra leyenda, la de sus amores. Tirso tenía fama de
conquistador, y mantuvo muy buenas relaciones con la Reina Isabel II, de ahí
que en los mentideros madrileños se comentase que la amistad de ambos iba
muchos más allá de sus coincidencias musicales. A nuestro don Tirso de Obregón
lo ponen a la altura de los generales O´Donell y Narváez en los infinitos
secretos de la alcoba real. Nunca sabremos la certeza de aquellas comidillas
que se pasearon por los paseos madrileños y dieron la vuelta por las arboledas
del Retiro. Lo que sé es cierto es que nuestro don Tirso, apagando aquellos
fuegos, contrajo matrimonio con una de las señoritas más distinguidas del
Madrid de la Villa y Corte del 1864, Isabel Sandino Gutiérrez del Palacio.
El matrimonio fue uno de esos que pudieran pasar a ser texto de novela;
cantarse en los entreactos teatrales y terminar en ópera de estreno de
temporada en Real. Tres días duró. Ambos se dieron el sí quiero el 1 de febrero
de aquel año. El día 4, Isabel sufría una de aquellas “muertes fulminantes” que
llevaron al sepulcro su desconsolado amor. El paso de la comitiva fúnebre cortó
las calles de Madrid, desde el domicilio familiar, en la calle de Fuencarral
número 18, hasta la sacramental de San Ginés. Decenas de actores, e
industriales, oficio del padre, acompañaron aquella triste comitiva que sumió
en la más honda desesperación a nuestro ídolo.
Quien fuese, además de Alcalde de Madrid, gran periodista, José Francos
Rodríguez, dedicó unas cuantas líneas a nuestro paisano, diciéndonos de él: Como tenía gallarda figura, las damas, a
quienes llamaban bonitas, cuántas veces se extasiaron ante el cantante oyéndole
exclamar enternecido al compás de la música de Gaztambide:
¡Qué
bella es la vida,
que
el cielo nos dio!
También, Francos Rodríguez, nos habla de su calidad lírica: barítono de voz excelente, sabía, cosa rara
en los de su género, declamar con buena entonación y admirable sentido.
Por lo que pasó a ser conocido como “actor-cantante-lírico”. Y su
nombre, tan extendido por los teatros de media España, llegó a compartir cartel
con los más grandes tenores, artistas y cantantes de su tiempo, con Antonio
Vicó o Elisa Zamacois, Teresa Olivas, Vicente Caltañazor, Julián Romea, Alejandro Cubero, e incluso con aquella Elena
Sanz que pudo ser reina, cuando don Alfonso XII, luego de dejar el féretro de
la reina Mercedes en el Escorial, se metió por los atajos para llegar cuanto
antes al palacio de Riofrío, donde Elenita lo esperaba.
Fue Director del Real Conservatorio de Música y Declamación, aunque las
habladurías sobre sus continuas relaciones con la reina hicieron que fuese
retirado del cargo. No sin antes serle impuesta la encomienda de Caballero de
Carlos III, y ser nombrado Comendador de la Real Orden Americana de Isabel la
Católica. ¿Premio a sus amores?
Que se apagaron con un nuevo matrimonio. El que contrajo, en Molina de
Aragón, el primero de septiembre de 1871, con Dionisia Bordonada y Huerta, de
la familia de los López Pelegrín.
Tres hijas y un hijo tuvo don Dionisia, Asunción, quien contrajo
matrimonio con otro molinés ilustre, el doctor Mariano Muela. Carmen, quien
casó con el conocido novelista Martin Lorenzo Coria; y Concha. Tirso, el niño, falleció a los
pocos meses de nacer, el 13 de julio de 1879.
Una grave enfermedad le hizo retirarse del teatro, cargado de fortuna y
honores. Abandonando Madrid y refugiándose en su casa de Molina de Aragón,
dedicándose al ejercicio de la caridad.
Por Madrid, dejaba coplas:
Subyuga tu voz
divina
del público el
corazón,
Gloria a Tirso
de Obregón,
Gloria a Tirso
de Molina,
de Molina de
Aragón…
Estreno a Gaztambide, a Arrieta, a Escosura. Fue, una figura en los
grandes escenarios, en los que su nombre todavía se escucha entre líneas de
novelas y sainetes.
Falleció, dicen que perdida la razón, en Molina de Aragón, el 17 de
marzo de 1889. Y, como escribiese nuestro buen Sanz y Díaz, “en parte
alguna hay una lápida que lo recuerde”, a pesar de haber sido grande entre los
grandes.
La vida que, en ocasiones, es teatro. Puro teatro.
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